América Latina ha sido terreno fértil para ciclos de transformación política que, lejos de consolidar democracias sólidas y sostenibles, han oscilado entre la esperanza del cambio y la frustración de su fracaso. La teoría ciclina revolucionaria, ampliamente analizada por el historiador Crane Brinton, sostiene que muchas revoluciones siguen un patrón: crisis del régimen, ascenso moderado, radicalización del poder y una eventual reacción o restauración. Este modelo se puede observar, con matices, en varias naciones latinoamericanas donde los liderazgos populistas han jugado un papel determinante.
El populismo —ya sea de izquierda o de derecha— suele emerger en la fase de crisis, apelando al pueblo contra las élites y prometiendo refundar la nación sobre nuevas bases de justicia social o moralidad política. En este momento, el líder populista encarna simbólicamente la voluntad popular, desplazando los canales institucionales tradicionales. Lo hemos visto en casos como Venezuela con Hugo Chávez, Nicaragua con Daniel Ortega, o, en otro registro, el peronismo en Argentina.
En la etapa de radicalización, el poder tiende a concentrarse y a debilitar los contrapesos democráticos. La retórica se vuelve excluyente, y la disidencia es percibida como traición. El aparato estatal se pone al servicio de la lealtad ideológica antes que del bienestar plural. La revolución, que comenzó con promesas de participación, termina empobrecida por la polarización, la represión y el autoritarismo.
Finalmente, como en el modelo cíclico clásico, surge una etapa de reacción: la ciudadanía, fatigada por la confrontación y el deterioro institucional, busca volver al orden, aunque ello implique renunciar a ciertos ideales o aceptar nuevas formas de autoritarismo “con rostro democrático”. Es en este punto donde el ciclo puede reiniciarse, en una suerte de eterno retorno que impide construir una cultura política madura.
Este fenómeno cobra especial relevancia en periodos electorales, cuando las tensiones sociales y económicas se agudizan y las emociones políticas son más fácilmente manipulables. En contextos de incertidumbre o descontento, los discursos populistas encuentran un terreno fértil para ofrecer soluciones simples a problemas complejos, desdibujando la deliberación racional y debilitando los marcos institucionales. El riesgo es que el voto, instrumento esencial de la democracia, sea instrumentalizado para legitimar proyectos de concentración de poder o erosión del Estado de Derecho, bajo la apariencia de un mandato popular.
El desafío de América Latina es romper este ciclo. Ni el populismo mesiánico ni el elitismo tecnocrático ofrecen salidas sostenibles. Se requiere una institucionalidad fuerte, pero también sensible; un Estado de Derecho que combine legalidad con legitimidad, y una ciudadanía que asuma su rol no solo en las urnas, sino en la defensa cotidiana de los valores democráticos.
El análisis histórico no es una condena, pero sí una advertencia: mientras repitamos los ciclos sin aprender de ellos, seguiremos atrapados entre la ilusión de la revolución y la resignación del desencanto. Y en tiempos electorales, esa trampa se vuelve aún más peligrosa.
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