Farah es una niña gazatí, protagonista de cuento Bird between the walls de Yassmin Moor, en el que ella y su hermana cuentan con un superpoder: la capacidad de usar la imaginación para transformar su trágica realidad en un mundo de juegos mágico. Puede por ejemplo volverse invisible para asustar a los extraños que los visitan en la noche o desaparecer los agujeros que los disparos y cañonazos han dejado en las paredes de su casa.
Como padre de un niño de la misma edad que Farah, con acceso a salud, educación y recreación, resulta desgarrador pensar en cuántas Farah han sido despojadas hasta de lo más esencial: el agua y los alimentos víctimas inocentes en el conflicto entre Israel y Hamás. Y aunque directamente no hayamos perpetrado esos actos, nuestros países se vuelven cómplices cuando callan ante tanta injusticia.
Resulta irónico que lo que hoy es Hamás recibió en su momento apoyo del propio Estado de Israel, como parte de una estrategia concebida para debilitar a la Organización para la Liberación de Palestina. Esta táctica, reconocida incluso por autoridades israelíes, no generó los resultados esperados, y se recurre ahora a la solución de erradicar al grupo a cualquier costo.
Ambos pueblos, palestino e israelí, han perdido incontables vidas a lo largo de los años, pero, optar por arrasar con todo para alcanzar un supuesto objetivo final, es simplemente inaceptable e inhumano
Preguntarse “¿quién empezó?” o “¿de quién es la culpa?” no puede usarse como una excusa para justificar la aniquilación de un pueblo.
La población de Gaza, sometida al poderío militar israelí, no tiene más opción que quedarse a presenciar cómo su ciudad es destruida, cómo se convierten en rehenes en su propio territorio y cómo su dignidad es arrancada. Tal como ha denunciado el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, las personas deben decidir si arriesgan la vida buscando los escasos alimentos que ingresan como ayuda humanitaria (a riesgo de ser asesinados en el intento) o si esperan la muerte por inanición.
Como ciudadano de Costa Rica, un país sin ejército, resulta difícil entender muchos aspectos de la guerra, aún con esa distancia, no concibo bajo ningún argumento que en esta se impida el ingreso de ayuda humanitaria o bloquear la presencia de observadores internacionales.
A la par de algunos países europeos que, aunque tímidamente empiezan a alzar la voz, nuestras naciones (que históricamente se han pronunciado en defensa de los derechos humanos) deben hacerlo vehementemente, sin que el temor a represalias silencie nuestras convicciones.
Si no es por empatía, si la voz de Farah no nos conmueve, si pesa más el miedo a perder negocios futuros que estar del lado correcto de la historia, que sea entonces el marco legal internacional el que nos obligue a actuar.
Existen abundantes instrumentos internacionales en esta materia como la Convención de Ginebra y sus protocolos adicionales que prohíben el uso de métodos de guerra que causen sufrimientos innecesarios o que afecten indiscriminadamente a la población civil. También el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional que prohíbe expresamente el uso del hambre como arma de guerra o la Resolución 2417 del Consejo de Seguridad de la ONU que reafirma la obligación de permitir el acceso humanitario.
Por otro lado, los países firmantes del Estatuto de Roma, de la Convención sobre Genocidio (que define este crimen como “el sometimiento intencional de un grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial”) y de los protocolos adicionales de Ginebra, establece que es la responsabilidad de todos no solo de cumplir, sino también de hacer cumplir estas normas, prevenirlo y castigarlo.
¿Acaso necesitamos un tratado internacional para prohibir matar de hambre a la población civil? Ya no hablamos de los sueños de Farah, sino de su supervivencia. Sus cicatrices no desaparecerán, pero tal vez aún podamos ayudar a que recupere su vida.
Nuestra empatía oportunista suele aparecer solo cuando grandes potencias alzan la voz y aplican sanciones, pero, la empatía real requiere criterio propio, aunque eso implique asumir riesgos.
La vida de los otros no vale menos por estar lejos o ser diferente. ¿Cuántas Farah necesitan ser escuchadas antes de actuar?
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