Hace muchos años, tal vez unos veintiuno o veintidós, mi abuelita María Luisa miraba la tele en silencio hasta que de repente, escandalizada, me lanzó la siguiente frase: "Alguien debería escribirle una carta a monseñor para que prohíba esa vulgaridad".

En Repretel transmitían A Todo Dar, aquel célebre programa televisivo entre cuyos méritos se destaca darnos a conocer referentes indiscutibles de la cultura como Nancy Dobles y las hermanas Aldana, así como los pasos de baile de La mosca, La mayonesa y El gorila.

Mi abuelita María Luisa era más buena que un vaso de agua y podría decir, sin temor a incurrir en excesos, que ella y tres o cuatro personas más que conozco bastarían para que toda la ruindad del mundo, durante unos instantes, pueda ser contundentemente ignorada.

Sonreía siempre, alimentaba las viuditas y los comemaiz que llegaban a su patio, cocinaba el mejor queque seco, tomaba café todo el tiempo y lo único que esperaba de sus semejantes era que conversaran con ella.

Distaba muchísimo de ser una vieja beata. Es más, ni siquiera iba a misa. Y en su momento fue reconocida como auspiciante de noviazgos proscritos: más de un matrimonio del barrio, a despecho de padres y madres incómodas, selló su vínculo en el sofá de su sala.

Pero, claro, A todo Dar le resultaba una cosa en extremo vulgar e insulsa.

Mi abuelita María Luisa nació cuando gobernaban Los Tinoco, cuando Juan Gaspar Stork era obispo de San José, cuando el Papa se llamaba Benedicto XV y cuando Cartago era un pueblo, más o menos, parecido a los de Delibes. Es decir, un pueblo donde los charrales, las pulperías, el nido del yigüirro, los güitites y el ojo de agua eran siempre los mismos. Un pueblo muy distinto a las ciudades, donde los cúmulos de blocks, los bloques de cemento y las sucesiones de zinc cambiaban cada día y con los años no restaba allí un solo testigo del nacimiento de uno.

Sucede que el pueblo permanece y la ciudad se desintegra por todo este asunto del progreso y las ansiedades de futuro. Y mi abuelita María Luisa tenía el pueblo, su pueblo, pintado en la cara.

La carta dirigida a monseñor nunca se cuajó. Y hoy me arrepiento montones de no haber prestado más atención. Quizás, al decirme “Alguien debería escribirle una carta a monseñor”, con esa dulce cortesía de nube amable, mi abuelita me estaba diciendo: “Escribile, por fa, una carta a monseñor”.

No lo entendí así sino hasta mucho tiempo después.

Hoy, tras la elección de un nuevo Papa, pienso en ese mundo de mi abuelita María Luisa. Un mundo donde a la palabra escrita se le atribuía un extraordinario y milagroso poder y donde todo tipo de entuerto podía enmendarse a través de la intervención de un obispo.

Delibes decía, también, que en las ciudades se muere uno del todo, mientras que en los pueblos la carne y los huesos de uno se hacen tierra. A todo dar, como ya sabemos, salió del aire en algún momento del 2005. Cuestiones relativas a las dinámicas del mercado y las audiencias, probablemente. Ignoro si murió del todo o si su carne y huesos se convirtieron en la nostalgia del siglo. Pero lo cierto es que ningún obispo tuvo vela en ese entierro.

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