En su libro autobiográfico, My name is why, el escritor, poeta y rector de la Universidad de Manchester, Lemn Sissay, comparte su experiencia del paso a través del sistema británico, que incluye una adopción fallida (lo adoptaron y luego lo devolvieron) y el paso por seis hogares transitorios.

De adulto, Sissay tuvo acceso a su expediente oficial y, a lo largo de sus memorias, compara los eventos descritos ahí con sus recuerdos sobre lo ocurrido. El resultado demuestra que el expediente, sus reportes y análisis distan mucho de lo que recuerda el autor, y, en casi todos los casos, se queda corto, muy corto.  Una especie de teléfono chocho burocrático.

Es decir, las decisiones sobre la vida de Sissay en su etapa más vulnerable, eran tomadas por terceras personas, basadas en los documentos del expediente, con todas sus carencias.

Tristemente, su caso no es único. Las decisiones sobre las vidas de miles de niños y adolescentes en todo el mundo se siguen tomando con base en informes, reportes o recomendaciones con las mismas deficiencias.

A nivel laboral, se insiste en la necesidad de documentar todo, como línea de defensa en caso de un eventual litigio. La prueba documental nos permite, como patronos, demostrar cuándo inició la relación laboral, que todos los pagos se hicieron de manera correcta, las amonestaciones, las políticas de la empresa, los motivos de la terminación y hasta podría reemplazar el dicho de los testigos, en caso que ellos no estén disponibles para el momento de la audiencia judicial pero hayan dejado una declaración por escrito y firmada.

Es usual que toda la cadena de decisión, recursos humanos, legal, gerencia, caigamos en el error de resolver o decidir basados en los documentos o, peor aun, en la interpretación que terceros hace de esos documentos, de los resúmenes que nos dan en una llamada o en una reunión que rara vez supera una hora.

En nombre de la eficiencia ¿Estaremos deshumanizando el proceso de análisis? Es cierto que esas decisiones no afectan niños, pero sí el ingreso de una persona y el bienestar de su familia. Un despido, como bien lo han señalado los tribunales laborales, es la última sanción, la última opción cuando la gravedad de la falta lo amerita o cuando ya se han agotado todas las opciones y oportunidades.

El despido además genera una reacción en cadena. Los costarricenses no nos distinguimos por nuestra capacidad de ahorro o planificación. La mayoría debe su casa, su carro, su tarjeta de crédito; cubre gastos de educación de sus hijos y los demás gastos propios de una economía familiar. Aun cuando se pague la cesantía y el preaviso, esta suma cubre las necesidades por un tiempo corto. Todo ello sin contar con el impacto emocional que representa estar sin trabajo o demorar mucho tiempo en conseguirlo.

Entonces, si somos conscientes de los efectos de un despido, y, sobre todo, entendemos y aceptamos que trabajamos con seres humanos como nosotros; aunque la ley no lo exija, todos nos beneficiaríamos del ejercicio de esa humanidad, de escuchar al otro, de entender su posición, de determinar si hay algo que nos puede aportar y que no hemos contemplado y, sobre todo, si lo que recibimos fue un buen resumen, pero que no consideraba el factor humano.

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