Quien escribe estas líneas no tiene religión, dogma y rito, más que una tímida fe nazarena. Quizá, desde hace muchos años, las paredes de los templos se hicieron muy pequeñas para encontrar dentro de ellas el ejemplo del revolucionario que hace 2000 años fue un bebé migrante cuya vida estaba amenazada de muerte; al hombre que tomó opción por los pobres, los oprimidos, los enfermos, los señalados y estigmatizados socialmente; al valiente que desafió “la impureza” de aquellos que nadie quería tocar y eran relegados a la profundidad de los oquedales.

La opulencia y la pompa obispal y cardenalicia, que muchas veces parece teñirse de púrpura monárquica, entre zapatos de diseñador, reverencias y cruces de oro sólido parecieran ser lejanas al Galileo que se reveló en contra de la injusticia y el fariseísmo. Aún así, desde el fin del mundo llegó un hombre que intentó devolver, según los evangelios, su iglesia a los más vulnerables, con una profunda sencillez.

En una realidad que a veces parece cernirse entre los haces de las tinieblas, es imposible ignorar la impronta luminosa de su legado, pensamiento y obra.

Jorge Mario Bergoglio eligió caminar con humildad hacia el trono de San Pedro para mostrarnos una fe más samaritana, más humana, más parecida al Maestro Galileo, encarnando un hombre cuya voz hasta su último día pidió paz en espacios de la geografía maltratados por el dolor y desangrados por la guerra.

Ciertamente, la revolución franciscana también fue profundamente política, pues en un mundo voraz, enfermo de poder y con inagotables ansias de consumo, abogó por los migrantes, por los enfermos, por las personas vulnerables, por el medio ambiente, por todas aquellas víctimas de lo que él llamó “la cultura del descarte”.

Su causa no se empezó a gestar no en Roma, sino en la Reina de la Plata, donde el cura villero, ese que había crecido entre tangos y fe obrera, prefería visitar hospitales que despachos y escuchar a los pobres, antes que, a los poderosos, sin temer denunciar la corrupción y las injusticias que carcomía el presente y el futuro de los más vulnerables.

El primer latinoamericano, el primer jesuita, el primer Francisco, pidió ser bendecido antes que bendecir cuando saludó por primera vez desde el balcón de San Pedro, encarnando una revolución silenciosa; pero profunda, que más que dogmas, cambió prioridades, procurando puentes donde existen muros.

Bergoglio impulsó una reestructuración de la administración vaticana, promoviendo especialmente la transparencia financiera; estableció normas más estrictas para prevenir y sancionar los abusos de sacerdotes a menores; abogó por el cuido de “la casa común” en su Encíclica Laudato Si; promovió el diálogo interrreligioso, haciendo un llamado constante a construir caminos para la paz entre las naciones; abogó constantemente por los derechos de los migrantes; promovió una actitud de inclusión hacia las personas con discapacidad; reconoció los errores históricos de la Iglesia con los pueblos originarios, pidiendo perdón por los abusos cometidos; promovió la justicia social, dilucidando sobre la importancia de una economía más humana y solidaria; dirigió una operación diplomática silenciosa, que a través de cartas personales a los presidentes Obama y Castro, permitió el restablecimiento de las relaciones entre Estados Unidos y Cuba; y también se dispuso con sus pies ya agotados por los años hasta Sudán del Sur, rogando por la paz.

Si bien es cierto, aún persisten desafíos en la reforma financiera, en el manejo de casos de abuso a menores, en la disminución en la participación y vocaciones en muchas regiones, aunado a la división latente producto de la oposición de sectores conservadores ante sus reformas, entre tantos otros muchos aspectos, el legado del discípulo del hermano de todas las criaturas es indeleble para el orbe, más allá de la fe cristiana.

Después de haber encarnado durante 12 años como Francisco la parábola de la misericordia, el papado de Bergoglio llega a su fin. La Pascua, la irrupción de lo eterno en lo temporal y el fundamento de la fe cristiana, marcó su amanecer eterno. La Iglesia, por su parte, celebrará en mayo próximo su cónclave número 76 (bajo las leyes modernas, desde el Tercer Concilio de Lyon en 1274). Cerrará sus puertas con llave en un ejercicio de discernimiento colectivo, en medio de un silencio cargado de siglos.

Ojalá sea la perpetuación del mandato evangélico que conecta con el amor, la valentía de la verdad ante el poder despótico, la esperanza desafiante, la construcción de la justicia, esa que cuando es crucificada, no permanece enterrada.

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