Desde el lunes 21 de abril, cuando se anunció la muerte del papa Urbi et Orbi, todos hemos visto, oído o leído sobre Francisco. A Francisco le gustaban la química, la política, Elvis Presley, Édith Piaf y llamar a Gaza todas las noches a las 7 p. m. Dicen los gazatíes que preguntaba si habían comido ese día, si tenían agua, si había heridos. Todas las noches, estuviera donde estuviera. Como un papá. Pero también como un cristiano que amaba al prójimo como a sí mismo.

¿Cómo podía ser tan normal, haber tenido una vida tan ordinaria, llegar a ser Papa y ser tan extraordinario? Quizá, como dijo una amiga, “lo estamos llorando mucho porque lo necesitamos”, porque en estos tiempos en los que nos ha tocado vivir entre líderes del terror, su bondad se siente infinitamente más pura, más necesaria y su ausencia, un vacío.

Francisco rezaba todos los días la oración del buen humor de Santo Tomás Moro, que comienza así:

Concédeme, Señor, una buena digestión, y también algo que digerir. Concédeme la salud del cuerpo, con el buen humor necesario para mantenerla".

La sonrisa y el sentido del humor, decía él, eran “ejemplos de belleza cotidiana que podemos tener para ayudar a los demás, a que sean mejores, a que sean más felices”.

En una misa, se le acercó un chiquito, Emanuel, a hacerle una pregunta al micrófono, pero no pudo hablar por el llanto que soltó. Se le veía el dolor y la angustia en las lágrimas, en la cara y en su cuerpito agachado. El Papa le pidió que se acercara y se lo dijera quedito al oído. Emanuel quería preguntarle si su papá ateo estaba en el cielo. Francisco le respondió: “Dios seguramente se sintió orgulloso de tu padre, porque siendo creyente es más fácil bautizar a tus hijos que cuando uno no lo es”. Emanuel quedó tranquilo.

En otra ocasión, cuando visitó Estados Unidos, se reunió con jóvenes. Una de ellas, que padecía desde pequeña una enfermedad en la piel y había sido matoneada toda su vida por su apariencia, se lo contó al papa. El Papa le pidió que cantara ahí mismo, delante de todo el mundo, y le salió con voz angelical. Dice que el Papa y esa petición le cambiaron la vida. ¿No era eso acaso lo que hacía Jesús? ¿Tocar vidas? Francisco tocó vidas, miles de vidas: la de José Levy, periodista de CNN, judío, que no pudo contener sus lágrimas al hablar de la muerte de su amigo; la de Mirza Masroor Ahmad, califa de la Comunidad Musulmana Ahmadiyya, quien lo llamó “hermano en humanidad”; la de una monja francesa, Geneviève Jeanningros, de 82 años, quien todos los miércoles —día de audiencia— llevaba a medio centenar de mujeres trans, prostitutas y personas en situación de calle a saludarlo.

En estos tiempos en que ser “progre” - insulto al que las derechas nos han acostumbrado- está visto con sospecha, el Papa era súper progre para los estándares de la Iglesia Católica. Tan progre que “hizo líos”, como decía él. Líos que invitaba a hacer. Llamó a no quedarse quietos, a pelear, a no dejarse, a resistir. ¿Y qué quería decir todo eso? Que llamaba a enfrentarse a las fuerzas más poderosas dentro de su Iglesia y en el mundo: la exclusión, el conservadurismo empedernido, el capitalismo salvaje, la explotación de la “Madre Tierra”, tal como la veía él; el desprecio por los más pequeños en la jerarquía, los vulnerables, los insignificantes de la Tierra. Nos llamó a acoger a los migrantes, a los divorciados, a los homosexuales, porque “¿quién soy yo para juzgar?”.

Su intelecto no fue casualidad: se formó como jesuita. Entre los católicos, los jesuitas tienen fama de ser los más críticos y cartesianos de las órdenes de la Iglesia. Antes de su incorporación estudian doce años, y no necesariamente Teología; luego, ya dentro de la Compañía, profesan votos de pobreza, humildad y vida con lo estrictamente necesario.

La monja francesa Sor Geneviève, su amiga, fue de las primeras en entrar a la basílica. Era una presencia habitual en el Vaticano, y le permitieron romper el protocolo cuando se detuvo inmóvil ante la capilla ardiente, mientras todos desfilaban. Esa fue una imagen reveladora: en medio de un cortejo exclusivamente masculino, con vestiduras regias y rodeada de cardenales, ella —menuda, con zapatos y hábito gastados y una mochila verde colgando en la espalda- encarnó fielmente lo que Francisco predicaba. Francisco mismo lo hubiera querido así. Y ahí, inmóvil, se puso a llorar, y llorar, y llorar.

El mundo se olvidó de llorar”, decía Francisco, porque hemos normalizado la maldad.

Lo que el mundo está viviendo en estas épocas amerita nuestro llanto. Si no lloramos por hospitales bombardeados, poblaciones guetoizadas y muertas de hambre, por fosas comunes y una Tierra que se quema, si no lloramos ahora, ¿cuándo vamos a llorar?

Si lloramos a Francisco, aun sin ser católicos -sin siquiera ser creyentes- es porque la bondad se siente espiritualmente, sin necesidad de confesión proclamada. Francisco fue bueno. Y ahora, en estos tiempos, nos sentimos “huérfanos de un líder de paz”, como me lo describió una amiga. Así es: un líder de paz que, ahora más que nunca, necesitamos que el cónclave elija.

Uno que también oiga a Elvis, a Piaf, que haya tenido alguna novia, que sea un intelectual, un político, un resistente, pero, sobre todo, sobre todo, que siga tocando vidas y siga llamando a Gaza todas las noches a las 7 p. m.

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