Costa Rica, una nación sin ejército desde 1948, se ha forjado una identidad única en el concierto de las naciones. No somos potencia económica, ni industrial, ni militar. Nuestra mayor fortaleza ha sido -y sigue siendo- la paz como proyecto nacional, la democracia como fe cívica y la institucionalidad como escudo colectivo.

En este suelo donde los conflictos se resuelven con diálogo y no con fusiles, donde la figura del maestro vale más que la del general, ver a un presidente de la República (símbolo máximo de esa institucionalidad) encarar a un testigo de un caso en su contra es algo que no puede pasar desapercibido.

¿Qué se fractura cuando se alza la voz del poder?

No es solo un acto de mal gusto o falta de decoro. Es un terremoto simbólico. Porque cuando el poder grita con prepotencia, la paz se ensordece. Cuando un jefe de Estado abandona la serenidad y recurre a la intimidación frente a alguien que colabora con la justicia, no solo intimida a una persona: envía un mensaje al país entero.

¿Dónde queda entonces nuestra ética republicana? ¿Dónde queda la promesa de un Estado que resuelve sus conflictos con leyes, no con confrontaciones físicas o verbales? Costa Rica no puede permitirse normalizar ese tipo de actos, porque cada silencio cómplice es una grieta más en los cimientos de nuestra paz institucional.

El poder como deber, no como privilegio.

Desde una mirada filosófica, el poder no es una licencia para actuar por encima de los demás, sino una carga ética de mayor responsabilidad. Los líderes de una democracia tienen la obligación de encarnar la templanza, no la furia. De ser ejemplos de civilidad, no modelos de agresión.

Si el presidente, máximo representante del Estado costarricense, no puede controlar sus impulsos frente a un testigo que coopera con el sistema judicial, entonces se abre una interrogante profunda: ¿qué clase de liderazgo estamos legitimando?

La violencia simbólica también es violencia.

En Costa Rica, renunciamos a las armas para abrazar las palabras. Pero cuando esas palabras se usan para intimidar, humillar o sembrar miedo, se convierten en formas de violencia que hieren sin dejar sangre, pero no sin dejar cicatrices.

Un acto de confrontación en un restaurante no es solo una anécdota bochornosa. Es una manifestación de debilidad moral y una amenaza para el delicado equilibrio que hemos construido como nación. Porque si quienes deben proteger a los testigos los enfrentan cara a cara con agresividad, ¿qué garantía tenemos los ciudadanos de que nuestras instituciones velan por la verdad?

Defender la paz no es un acto pasivo.

En tiempos como estos, ser pacífico no significa callar. Significa hablar con firmeza, denunciar con claridad y exigir rendición de cuentas sin miedo. La paz costarricense no es un regalo eterno: es un pacto que se renueva cada día con la vigilancia ciudadana, la ética pública y la fuerza de la justicia.

No se trata solo del presidente. Se trata de nosotros. De qué Costa Rica queremos ser. De si permitiremos que la ira gobierne sobre la razón, o si elegiremos, una vez más, el camino más difícil pero más digno: el de la integridad democrática.

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