En La Prensa Libre del 16 de junio de 1894 se alude a una moda extravagante propia del fin de siglo.  Se habla, por primera vez en la prensa costarricense, del tatuaje y se menciona que el entonces Duque de York, futuro Jorge V del Reino Unido, se mandó a pintar unas banderas inglesas entrelazadas en sus antebrazos.

La nota indica que, hasta ese momento, el tatuaje constituía una práctica exclusiva de las gentes de baja estirpe. Otro artículo periodístico, esta vez de La República de 1911, así parece confirmarlo: hay un presunto ladrón de Manzanillo de Nicoya, al que se refieren como Negro sospechoso, y se enfatiza que este tiene un tatuaje en forma de muñeca y una letra M.

Años después, en 1965, otro diario costarricense reproduce una nota que advierte de los gravísimos riesgos de tatuarse: se le considera un mal social y se dice que, pese a que el rey de Dinamarca, Federico IX, esté tatuado, lo cierto es que un grupo de médicos publicó un estudio acerca de sus serias desventajas.

Ninguna de las referencias anteriores, sin embargo, resulta tan llamativa como esta: una señorita escribe a la sección Palco de belleza de La República en 1967 y consulta cómo remover los tatuajes de su novio. No hay, según le responden, ninguna forma de eliminarlos sin que permanezca una cicatriz.

Quizás no existe escritor que haya pensado tanto en los tatuajes y la relación entre la piel humana y la capacidad de contar historias como Ray Bradbury. En La feria de las tinieblas, por ejemplo, imaginó a un hombre que posee un tatuaje por cada una de las personas absorbidas en su feria ominosa. Y en El hombre ilustrado, un vagabundo se mueve con su cuerpo tatuado, o mejor dicho, ilustrado, y cada una de esas representaciones es dinámica, se mueve bajo la piel y narra algo.   

La piel no solo es uno de los órganos más grandes del cuerpo humano, sino uno de los que más genera conflicto. Se trata de un límite de sujeto o, si se quiere, una superficie de sujeto. No es casual que el psicólogo francés Didier Anzieu hable de un Yo-Piel, que funciona para representarse a sí mismo como un yo, una yoedad, que configura los contenidos psíquicos a partir de la experiencia de superficie del propio cuerpo.

En el último episodio de La Telaraña, el cineasta y conductor radial Jurgen Ureña conversó con el médico intensivista Marco Boza y la artista visual Priscilla Romero acerca de la piel humana, sus representaciones sociales y sus determinaciones fisiológicas.

Marco Boza mencionó que la piel es un órgano bio-psico-social que, además tiene un componente orgánico y político. Según Boza, la piel es reflejo de nuestras emociones, reflejo de nuestras relaciones con los demás y, también, reflejo de lo que pensamos. Para Priscilla, por otro lado, la piel, más que un límite, es esa superficie porosa que nos sitúa entre el mundo. Romero, quien es creadora de la latexgrafía, medio no tóxico para registrar e imprimir la huella de la piel humana, considera que se trata de un ámbito donde se encarna la imagen corpórea de las personas.

Ureña en algún momento del programa mencionó que la técnica desarrollada por Priscilla podría concebirse como un tatuaje al revés: lejos de que un medio externo como la tinta y el diseño gráfico se impregne en la piel de una persona, lo que busca Priscilla es que las especificidades de esa persona se representen y se eternicen en el látex.

La materia suele ser mucho más escrupulosa a la hora de registrar el paso del tiempo que la propia memoria. Una abolladura en un carro, una mancha en una blusa, un grafiti o una cicatriz son capaces de transportarnos epocalmente de forma más eficaz.

No son heridas.

Son, más bien, aquello que quedó.

Un rumor de algo.

Un cadáver.

Un registro en la piel de la historia.

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