El libre albedrío, esa noción sobre la cual el ser humano es dueño de su propio destino y que quebró la visión determinista de que cumplía durante su vida un papel definido por los designos de dios (o del rey), es el andamio filosófico sobre el cual se cimentó la idea de la República liberal bajo la cual nos organizamos como sociedad hoy. Todavía leer el “Tratado sobre la Tolerancia” de Voltaire, escrito hace ya trescientos años, resulta tan actual como necesario.
Sin embargo, un concepto tan fundamental para nuestra identidad moderna, como todos los demás fundamentos para la vida en este siglo, se irá diluyendo con la influencia de la “inteligencia artificial”. El primer problema es pensar si le deberíamos llamar así. Con Chomsky, se trata más de una recopilación de datos bajo ciertos patrones de recolección, que una verdadera inteligencia. Con interés he leído ya el cuarto libro multimillonario de Yuval Noah Harari sobre el tema. Lo que más sorprende no es que la inteligencia artificial vaya a tener tantas aplicaciones particulares, sino que no estamos teniendo la discusión sobre sus aspectos más fundamentales, por ejemplo en el tema de la educación.
En primer lugar, porque el ser humano no es lo mismo que el cerebro humano. Nos queda mucho por aprender y muchas preguntas por responder acerca de nuestras formas de percepción. A diferencia de lo que el autor del bestseller “Homo Deus” postula, el ser humano no es un frasco de líquido raquídeo impulsado por corrientes eléctricas. Es una gran casualidad inmersa, a miles de millones de años luz de la primera estrella que se extinguió, dentro de eones de tiempo e infinitud de planetas, en el único lugar donde conocemos que exista algo físico como el agua, los bosques, los animales o un concepto tan trágico o sublime como el amor.
En segundo lugar, porque la inteligencia artificial que podrían impulsar Elon Musk o Facebook, dista mucho de lo que un alma sin tanto apego al ego podría producir. No voy a preguntar -como sí lo hace Timo Daum-, qué pensaría Marx del postcapitalismo, o qué harían Miguel Ángel, Da Vinci, Mozart o Beethoven con un ordenador cuántico. Pero sí me pregunto que harían los y las aymará, zulú, huicholes, quichés, mapuches o los dakotas con esta caja de pandora. Ya sabemos lo que sí hizo Oppenheimer.
Surgirán trends y se replicarán estos modelos, muchas veces de manera inconsciente y con la finalidad de satisfacer vanidades y crear ideologías, como prompts sociales que definen individuos. En el Derecho ha surgido con mucha fuerza la “psicología del testimonio” como una corriente que no cuestiona que el testigo miente de ochocientas formas distintas (se les llaman “sesgos”) aún sin haber abierto todavía la boca. Sin duda la IA transformará todas nuestras relaciones sociales, incluidas las jurídicas. Pero la forma en la que esta transformación aparece me recuerda a veces “El Juicio Final” de Van Eyck. Una pregunta importante es cómo ve el AI los trastornos mentales o las divergencias a la inteligencia ortodoxa, como los síndromes o las capacidades diversas.
Es importante que la humanidad entienda que la experiencia detrás de la sonrisa de una niña es más que la imagen y los pixeles de ella. Curiosamente, el ser humano busca penetrar en esa experiencia más profunda mediante la conexión hacia raíces de conocimiento más cercanas al misterio de su existencia. Por ejemplo, otra tendencia reciente en nuestro país es el uso más extendido y abierto de alucinógenos y de medicinas ancestrales para explicar estos misterios, lo cual ha producido un nicho de turismo siempre ligado al comfort y al hedonismo, pero con un grado adicional de crisis y autocrítica existencial paradójicamente compuesto por el mismo hábito de vida y de consumo.
En el fondo, por más inventos tecnológicos, el ser humano sigue sin poder eliminar el hambre, el sufrimiento de la guerra o el mandato de los ególatras y tiranos. Pero en estos tiempos, donde pensar se siente como navegar en un mar infinito de relativismos, de agresiones y de odio, es importante que recordemos que la serenidad se encuentra en el santuario de algo más profundo que reside en el corazón, tanto individual como colectivo, en el lugar más profundo de todos nosotros, y que esa percepción no la podemos comprender realmente todavía.
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