La estrategia penitenciaria de El Salvador ha captado la atención internacional gracias a un modelo basado en la implementación de un régimen de excepción y la construcción de megacárceles de alta seguridad. Si bien estas medidas cuentan con un fuerte respaldo popular, su costo es elevado. Cualquier intento de replicar este modelo en otra nación debe considerar las implicaciones éticas, políticas y jurídicas de los sacrificios que exige en nombre de la seguridad nacional.

El primer sacrificio: Las garantías procesales

Las garantías procesales, diseñadas para proteger a los ciudadanos del abuso del poder estatal, han sido debilitadas en el marco del régimen de excepción salvadoreño, vigente desde marzo de 2022. Este sacrificio ha permitido la detención de decenas de miles de personas sin necesidad de pruebas ni debido proceso. Aunque el objetivo es claro —reducir la resistencia y reprimir cualquier sospecha de afiliación a grupos delictivos—, el costo es la erosión del principio de presunción de inocencia y el riesgo de persecución indiscriminada.

El sacrificio que sigue al sacrificio: las garantías penitenciarias

La política penitenciaria salvadoreña ha apostado por la eliminación total de la individualidad de los reclusos. La construcción de nuevos centros penales ha permitido incrementar el control sobre la población carcelaria, reduciendo la posibilidad de actividades delictivas dentro de los penales. Sin embargo, este enfoque no solo busca aislar a los criminales, sino también suprimir cualquier distinción entre los detenidos.

El nuevo sistema carcelario considera a cada prisionero como una extensión de su asociación criminal. Esto permite a las autoridades ajustar la categoría de cada individuo según sus necesidades políticas o de seguridad. El resultado es la desaparición del individuo en favor de un colectivo criminal definido por el Estado.

Consecuencias

Los datos oficiales muestran una reducción significativa en homicidios y delitos violentos. La percepción de seguridad ha mejorado en El Salvador, fortaleciendo el respaldo político al gobierno y generando crecimiento económico en ciertos sectores. No obstante, persisten las dudas sobre su sostenibilidad a largo plazo.

El crimen en El Salvador tiene raíces profundas en la pobreza, la desigualdad y la falta de oportunidades. La política actual no ataca estas causas estructurales, sino que busca eliminar físicamente a quienes han sido producto de ellas. En esencia, la estrategia busca mejorar las condiciones de vida para quienes aún tienen oportunidades, removiendo a aquellos que el sistema ha fallado.

Este enfoque no solo plantea una crisis ética, sino que también debilita las instituciones democráticas. La supresión de derechos fundamentales transforma al individuo en un simple instrumento del poder estatal, replicando la lógica de las organizaciones criminales contra las que se pretende luchar. En un Estado donde el respeto a la ley se vuelve relativo a la conveniencia política, el riesgo de consolidación autoritaria se vuelve una posibilidad real.

El costo de la seguridad

La experiencia salvadoreña plantea una cuestión fundamental: ¿hasta qué punto es legítimo sacrificar derechos en nombre de la seguridad? Si bien la percepción de orden ha mejorado, miles de ciudadanos han quedado atrapados en un limbo legal, sin acceso a una defensa justa y expuestos a la arbitrariedad estatal.

Sin embargo, el debate sobre seguridad no puede reducirse a una dicotomía entre represión y permisividad. Cada nación enfrenta desafíos de seguridad particulares, y la crisis de violencia en El Salvador no es necesariamente comparable a la de otros países de la región. La adopción de medidas extremas sin considerar sus costos podría derivar en un retroceso en garantías y derechos fundamentales, obteniendo resultados temporales pero sin tener un alto impacto a largo plazo.

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