Como parte de su proceso de escarnio, luego de haber incomodado nada menos que a Iósif Stalin, el gran compositor soviético Dimitri Shostakovich fue obligado a producir obras sosas de evidente carácter panfletario. Una de ellas, acaso la peor, se titula La canción de los bosques y contiene una serie de versos donde se compara al tirano soviético con un gran jardinero.

No era raro que a Stalin se le atribuyeran títulos tan pomposos como desopilantes. Su mismo nickname, Stalin, el hombre de acero, es una prueba de ello. En los primeros años se le conocía como Koba, una suerte de Robin Hood del Cáucaso, y los comunistas del mundo se referían a él como “Papá Stalin” o “Tío Joe”. El filósofo alemán Boris Groys, de hecho, escribió un libro maravilloso donde habla de él como de un gran estilista más que de un estalinista. Se le llamaba camarada, compañero, ingeniero del alma y todas esas curiosas nomenclaturas marxistas. Pero, para ser honesto, la asociación entre el frío y despiadado conspirador georgiano y un jardinero, sin ir más allá, resulta estrafalaria.

Uno perfectamente puede imaginar al poeta y revolucionario vietnamita Ho Chi Minh, como cuenta Joaquín Gutiérrez en sus Crónicas de Vietnam, realizando labores de jardinería y componiendo versos sobre flores y amor en la lengua de sus captores. El general panameño Manuel Antonio Noriega cuenta en sus memorias que Muamar el Gadafi, militar y político libio, se conmovió hasta las lágrimas al contemplar el lago Gatún y los bosques que lo rodean: dijo que le recordaba el oasis donde creció. Y uno, también, es capaz de imaginar esa escena, precisamente, porque los pueblos del desierto, habituados a los espejismos, sueñan ante todo con jardines.

Al hablar de jardinería nos asalta la imagen de una abuela que hornea galletas y se entretiene con las chinas y los helechos y las lenguas de suegra del corredor. Al hablar de jardinería recordamos a Syd Barrett, el genio fundador de la banda británica Pink Floyd, regando sus plantas desde los aposentos del olvido. Al hablar de jardinería pensamos en sabios epicúreos, en botánicos añosos, en frailes y en paisajistas. Nunca pensamos en un ruso comunista que mandó a asesinar a miles de personas.

Pero sucede que las metáforas construyen una realidad que rivaliza con aquello que buscan designar. Las metáforas estallan dentro de la ficción e instauran una nueva ficción. Y, así, se convierten en una forma de verdad que no aspira a ser verdad.

El jardín, como recordó el cineasta Jurgen Ureña en el más reciente episodio de La Telaraña, es el ámbito de la utopía. Y por eso no es casual que en los primeros años de la conquista surgiera respecto a América una noción de edén recuperado. Vasco de Quiroga, juez español destinado a la Segunda Audiencia de Nueva España, en 1530 intentó reproducir las consideraciones que Thomas More esbozó en su Utopía. América, con sus flores excesivas, con sus pájaros que cantaban como niños de otro mundo, no solo era un jardín en el más estricto sentido ecosistémico, sino que, además, desde la perspectiva de Vasco de Quiroga, era un campo de dóciles y mansos individuos a los que se podía modelar y conducir hacia una idea específica de virtud.

Es decir, Vasco de Quiroga veía en los indios americanos un montón de chinas y helechos y lenguas de suegra a los que podía organizar conforme a los criterios del canciller inglés More. O, lo que es igual, los veía como Stalin veía a cada uno de los hombres nuevos de la sociedad soviética.

En el mismo episodio de La Telaraña al que aludí arriba, la escritora Gabriela Peña-Valle conversó acerca de su reciente libro, Botánica familiar, y reconoció que era una de esas señoras merodeadoras que sale a caminar por el barrio para expropiar hijitos de las matas de jardines ajenos.

El botánico Franco Pupulin, quien también participó en esa charla radial, mencionó que ciertamente hay una forma histórica de vinculación con las plantas que está determinada por el utilitarismo. El mayor aporte calórico para nuestra especie, en los últimos milenios, viene dado por el consumo de plantas como el centeno, el maíz, el arroz y el trigo. Eso nadie podría negarlo. Pero, como dijo Pupulin, existe una dimensión de goce puro ligada a las plantas. Y eso, a lo mejor, explica por qué los jardines siempre convocan multitudes.

Ni Rusia ni América ni el mundo, actualmente, se parecen a un jardín en el sentido ordinario. Nunca, desde la crisis de los misiles en Cuba, hemos estado más cerca de una guerra atómica. Nunca, desde que existimos como especie, la posibilidad de la vida tal y como la conocemos ha estado más puesta en entredicho. Pero, de repente, en cada explosión de chinas de las abuelas, en cada una de esas dispersiones desordenadas de semillas, sigue latiendo una utopía.

Este artículo representa el criterio de quien lo firma. Los artículos de opinión publicados no reflejan necesariamente la posición editorial de este medio.