El lunes pasado conduje un episodio de La Telaraña. Hablamos sobre nubes con el físico atmosférico Walter Fernández y el escritor venezolano-costarricense Pedro Plaza Salvati, quien, por cierto, escribió una novela titulada El lugar de las nubes.
Walter, en algún momento, mencionó que los cirrus, esas nubes similares a hebras o filamentos, en realidad, son vestigios de tormentas. Y dijo, además, que están compuestas por diminutos trozos de hielo.
Pedro, por su lado, recordó que la poeta venezolana Edda Armas editó una antología de poesía hispanoamericana sobre nubes y evocó esa forma aciaga de nube que es la explosión; ya sea volcánica o nuclear.
No tuve chance de mencionarlo.
Es más, lo recordé apenas terminamos de grabar.
Lo cierto es que, a las puertas de los estudios de Amplify Radio, en pleno Zapote, me asaltó como un rayo la imagen con la que empieza El primer hombre, la novela póstuma de Albert Camus: unas nubes grandes y espesas corren por encima de la carretera. Se dice que antes se habían inflamado tormentosamente y luego, a los pocos días, terminaron deshilachándose hasta perderse en el mar Tirreno.
Creo que no existe otro relato donde las nubes sean el primer protagonista que salta al escenario. Y digo que es protagonista porque no se trata, simplemente, de un constructo paisajístico. Esa masa de nubes de la novela de Camus, en rigor, es un personaje en tanto se desenvuelve en el tiempo.
Es una cosa breve, sí.
Y, acaso, circunstancial.
Pero esa nube o, mejor dicho, esas nubes tienen una suerte intensa y definida.
Como solo le atañe a una nube, aún a pesar de su naturaleza absolutamente voluble.
Y justo por eso se muere.
Actualmente, como mencionaron Pedro y Walter, nuestras cosas más preciadas dependen de una nube: si antes teníamos navegadores, ahora acudimos a la nube para encontrar respuestas. Y la nube es, de cierto modo, una herramienta en la que depositamos las confianzas, furores y memorias de nuestro momento.
Seguramente por eso consultamos entes inmateriales, basados en esa idea esquiva, nubosa, para poder desenvolvernos en la cotidianidad. Y nos preocupa, entonces, más la dimensión incorpórea de la existencia que el propio cuerpo.
Camus dijo alguna vez que el pensamiento de un hombre es, ante todo, su nostalgia. No sería del todo insensato pensar que es, también, su nubosidad… aún la tomentosa…
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