En el más reciente episodio de La Telaraña, Jurgen Ureña conversó con el médico Marco Boza y el cineasta Armel Hostiou acerca de los impostores; o sea, acerca de esas personas o entidades que usurpan o fingen otra identidad.

Cabe decir que tanto Armel como Marco fueron víctimas de esos procesos de suplantación: al primero le apareció un “otro” en el Congo y al segundo acá, en Costa Rica, lo plagiaron para vender medicamentos dudosos.

Y, bueno, todo eso me hizo pensar en un asunto: el aferrarse a un nombre como aferrarse a una tabla en un naufragio.

Porque, quizás, de eso se trata vivir.

Salvo los prófugos, las personas trans y algunos artistas, nadie cambia de nombre. Hay, de repente, algún excéntrico que amanece un día y decide sencilla e inexplicablemente pasar de Luis a Kevin o de Sonia a Jenny.

No obstante, se trata de casos aislados.

La mayoría, o casi la totalidad de los humanos modernos, llevamos nuestro nombre como un fardo. Esa es, si se quiere, nuestra piedra de Sísifo.

El sujeto, en efecto, es una sucesión de máscaras. Y desde las ciencias biológicas está muy claro que nuestro cuerpo es, en realidad, un barco de Teseo que va mudando de células a lo largo del tiempo.

Por eso lo único que permanece, aún más que nuestro prestigio o nuestra vergüenza, es nuestro nombre.

Constituye (nuestro nombre) una suerte de molécula canónica del recuerdo, una forma de inmortalidad que goza del aprecio de los materialistas y los burócratas. Se diluye al cabo de un tiempo, sí. Alguien, por ahí, se olvida o lo pifia.  Pero, pese a todo, pareciera ser lo único que se mantiene intacto.

Sé de gentes que han aceptado que les llamen de otro modo. El chef de un restaurante al que iba con mis amigos de Cartago, por ejemplo, siempre creyó que mi amigo Cache, Luis Diego, se llamaba Pablo.

"¿Qué Pablito?", le decía cada vez que llegábamos.

Y mi amigo Cache correspondía al saludo y hasta reaccionaba cada vez que alguien llamaba a un tal “Pablo”.

Sin embargo, eso pertenece al ámbito de la cortesía.

Es un accidente.

Reconozco que soy capaz de soportar que me digan idiota o cuarentón. Pero no soporto un "Fabio" o un "Fabricio".

Una vez mi papá me dijo que imitar a otro ser humano es un suicidio. Yo creo que cambiarle de nombre al prójimo es un homicidio. Y suplantarlo, a lo mejor, un homenaje en diferido.

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