En el más reciente episodio de La Telaraña, Jurgen Ureña conversó con la genetista Gaby Chavarría y el músico Abel Guier acerca del método de la prueba y el error. La ciencia, como dijo Gaby, opera a partir de una aplicación sistemática de la prueba y el error. Así avanza y construye conocimiento. Y la música, que en muchos aspectos está muy cerca de la ciencia y de las matemáticas, según Abel, es una prueba de que el error es funcional. Las piezas musicales, dijo, son errores vivientes.

El error, sin embargo, goza de muy mala prensa. Jurgen, por cierto, escribió en un artículo que, pese a su capacidad creadora, nuestro sistema educativo castiga las equivocaciones. Yo iría más allá y diría que el error, incluso, puede adquirir un cariz moral y escatológico: se asocia con lo siniestro, con lo diabólico.

Que el diablo está en los detalles es una consideración alta y sufridamente reconocida por abogados, usuarios de tarjetas de crédito, costureras y políticos. De allí, como se sabe, se ha ampliado al resto de los mortales, hasta el punto de convertirse en una de las más indiscutibles certezas: el maligno y, por tanto, el error acecha desde la minucia, desde aquello que, por lo regular, pasa desapercibido.

Tras una sencilla operación deductiva, podríamos colegir, entonces, que a Dios le interesan poco los detalles, que por eso no los habita y que tal circunstancia basta para explicar por qué el diablo reside precisamente en ellos. Los detalles serían, así, una negación de lo divino, de lo bueno.

Y si hilamos más fino podríamos ir más allá y sugerir que la preocupación por los detalles, eso que, comúnmente, relacionamos con la actitud acuciosa y oficiosa es susceptible de entenderse como una verdadera blasfemia. O al menos, si somos benevolentes, como una suerte de culto a la vanidad y una cierta desviación del camino de la virtud.

Bienaventurados los chapuceros, los chambones, los distraídos, los que pegaron mal un botón, los que preparan el arroz y les queda masudo, los ebanistas desprolijos, los barberos imprecisos, los sastres miopes, los científicos que apuntaron mal un resultado y los locutores zopetas, porque de ellos es el reino de los cielos.

Esa, quizás, sería una forma plausible de reformular el sermón de la montaña.

Por lo pronto, conviene recordar que el mundo siempre estará a salvo mientras exista un guitarrista que pifió un solo, una genetista a la que se le mueren las moscas o un niño descuidado cuyos libros de colorear parecen manchas atroces o reversiones de las pinturas de Pollock.

Este artículo representa el criterio de quien lo firma. Los artículos de opinión publicados no reflejan necesariamente la posición editorial de este medio.