Era más o menos septiembre de 2003 y yo estaba esperando a mi novia en un café de la Calle de la Amargura. Se trataba de uno de esos cafés intermitentes, cuánticos, de existencia inestable, que pertenecía a unos argentinos aventureros. Se ubicaba, más o menos, diagonal a Omar Khayyam. O sea, casi frente a lo que en su momento fue El Semáforo, el maravilloso proyecto cultural del cineasta mexicano Gabriel Retes.
Mientras esperaba, los argentinos del café me hablaban de tangos, de Borges, de Maradona, de golpes militares, de lo que suelen hablar los argentinos, e insistían en que un país como Costa Rica no tendría jamás una cultura urbana. Había, también, una dominicana un poco mayor, una mulata simpatiquísima e inteligente. Decía, no sin cierto asomo de tremendismo, que su país había sufrido un proceso muy severo de desmantelamiento en el área de la cultura, que casi nadie hablaba de ello, que era imposible encontrar en Santo Domingo teatros ni librerías ni editoriales ni cines independientes y que Chepe, por el contrario, seguía siendo una capital muy cosmopolita.
Ella le echaba la culpa al Banco Mundial, al neoliberalismo y al Fondo Monetario Mundial del deterioro cultural de su país. Y esgrimía ese repetido compendio de justificaciones cajoneras que, hasta hace poco, sonaba convincente y audaz entre la mayoría de jóvenes. Ustedes tienen que resistir, sentenciaba ella con ese tono grave tan propio de los izquierdistas caribeños de inicios de siglo.
Recordé esa escena ocurrida en el desaparecido café de los argentinos, hace unos días, cuando conduje un episodio de La Telaraña en el que participaron el filósofo costarricense Camilo Retana y el escritor panameño Juan David Morgan. Hablamos de lo que significa escribir desde y sobre Centroamérica y Juan David mencionó que en la actual Panamá (como en la Santo Domingo de aquella dominicana del 2003) no existe un tejido de editoriales y librerías como las que hay en Costa Rica. Decía, además, que la Universidad de Panamá ya ni siquiera tiene una editorial y que su librería (así lo dijo) da pena.
Camilo, que fue jurado del Premio Nacional de Ensayo de Panamá, coincidió con Juan David y añadió que las editoriales independientes en Costa Rica, a diferencia de las estatales, se caracterizan por apuestas arriesgadas y justo por esa razón, según dijo, publican autores jóvenes y menos conocidos.
Las crisis invariablemente suscitan una respuesta. Y esa respuesta invariablemente viene preñada de contenido ideológico. Costa Rica, como el mundo, ha estado siempre en crisis. Desde la crisis de Carazo a la de los valores, pasando por el déficit fiscal y la democracia abismada. ¿Acaso debería ser una sorpresa que el sector Cultura, nuevamente, esté en crisis?
Hoy ciertamente no estamos cerca de lo que lamentaba la dominicana del café: “Allá solo los hijos de millonarios estudian artes o letras y lo hacen afuera”. Tampoco estamos cerca de la Panamá de Juan David. Pero no podemos negar que en los últimos años se ha instalado una cierta idea economicista, estrechísima, respecto a las dinámicas de producción y consumo cultural. En el 2003, en efecto, teníamos menos editoriales y menos librerías independientes. Pero teníamos un ministro de Cultura culto, cultísimo, cultisisísimo.
En una conversación con Miguel Salguero, don Pepe dijo sentirse satisfecho con el tipo de ciudadano que se había formado en Costa Rica. Pensaba, seguramente, en esos hombres decentes y sencillos de hace medio siglo que tenían, además, un profundo respeto por la democracia y el trabajo cultural y científico. Bueno… Aunque no estemos cerca de la Panamá de Juan David ni de la Santo Domingo de la que hablaba aquella dominicana del café, sospecho que don Pepe y don Guido no estarían precisamente muy orgullosos del país en que nos convertimos.
Este artículo representa el criterio de quien lo firma. Los artículos de opinión publicados no reflejan necesariamente la posición editorial de este medio.