El asunto de la cortesía exige una discusión seria. Existen, si se quiere, unos problemas y límites que le son intrínsecos. Hay, por ejemplo, una dimensión estalinista de la cortesía. Me refiero, pues, a esa variedad de urbanidad que se impone sobre el prójimo de manera avasallante: cuando nos dan un regalo feo o cuando un amigo nos invita al bautizo de su hijo o a la presentación de su más reciente libro.
Pero existe, también, una cortesía socialdemócrata que no es menos pródiga a la hora de suscitar problemas. Es, como la socialdemocracia, una forma de oportunismo honrado y paralizador. Pienso en una escena paroxística, absurda, en la que dos conductores se pasan tres días enteros ofreciéndose campo en una rotonda.
Confieso que he cultivado este último tipo de cortesía. Es más, confieso que no hace mucho la cultivé. Todos los miércoles, en mi trabajo, aparecen un par de mujeres que venden pan dulce, queque y galletas. Madre e hija se pasan con un canasto por los pasillos y la gente, entonces, se abalanza a comprar esos milagrosos embutidos de carbohidratos.
Las mujeres encuentran en esta actividad comercial una forma de sustento y, según tengo entendido, lo hacen desde hace muchísimos años. Son como buhoneras bienhechoras que vagan por San Pedro alegrando la panza de los burócratas del saber.
En mi trabajo, según he podido comprobar, tienen un verdadero mercado cautivo. Todo el mundo les compra. Y sospecho que lo hacen más por bondad y solidaridad que por glotonería.
La cosa es que mi esposa prepara unas galletas de macadamia y mermelada absurdamente ricas. Una noche de martes, luego de hornear una buena cantidad de esas galletas, brotó un dulce germen de nobleza que terminó en tarascada: ¿por qué no les llevás galletas a tus compañeros de trabajo?
Yo entonces me figuraba como un Prometeo calórico que repartía galletitas e iluminaba al mundo entero. Al día siguiente, en efecto, llegué muy orondo, muy puntual, saludé no sin cierta ufanía y pasé por cada oficina regalando galletas.
Todo iba de maravilla hasta que en un pasillo sucedió lo previsible: nos topamos.
Ellas, las buhoneras calóricas, con su canasta.
Yo, herido de cortesía socialdemócrata, con una bolsa cada vez más diezmada de galletas.
Aquello era como la trampa de Tucídides en versión repostera. Pude haber alegado que soy una persona distraída en exceso, que no me acordaba de que ellas pasan los miércoles, que mi intención no era introducir una distorsión en las dinámicas del mercado. Pero no, honré mi noble prosapia de pusilánimes y timoratos y les dije: "¿Quieren una galletita? Las hizo mi esposa".
En el más reciente episodio de La Telaraña, la chef Isabel Campabadal y la nutricionista Gabriela Murillo conversaron sobre el azúcar y concluyeron que, con medida, nunca está mal gozar un postrecito sin el menor asomo de culpa.
Pude comprobarlo ese día en mi trabajo. Una doble ración de carbohidratos bastó para que todo saliera bien. Ahora que se avecina una campaña electoral con perfiles de carnicería, a lo mejor, algunas de nuestras disputas más severas podrían superarse con un plato de galletas. Quien quita y hasta debiéramos poner galletas en esas urnas de lo inesperado que hoy se nos antojan abismales.
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