Todos, según el actor Pepe Picaporte, tenemos la posibilidad de ser chamanes de la risa: o sea, todos, en potencia, somos una suerte de Prometeo clownesco que, en vez de fuego, ofrenda carcajadas a los hombres. No todos lo conseguimos, por supuesto. Porque el humor, como mencionó la neuropsicóloga Marianella Alpízar en un episodio de La Telaraña donde también participó Pepe Picaporte, es un proceso altamente complejo que abarca muchísimos sistemas de nuestro cerebro y se relaciona directamente con las habilidades lingüísticas y la capacidad de abstracción.

Desde muy temprano me he tomado muy en serio el asunto del humor. Sé, sin embargo, que es una actividad de enorme riesgo, casi tan riesgosa como salir a bailar de primero en un matrimonio. Al contar un chiste, como en una pista de baile, uno siempre está al borde del ridículo y el heroísmo.

Creo que la primera vez que, de manera consciente, traté de hacer reír a un grupo de personas, paradójicamente, fue para una celebración del Día de las Madres.

Escuela Winston Churchill, año 1992.

Quisiera decir que había un elegante salón de actos, pero, en realidad, era el austero comedor donde horas antes habíamos comido caldo de frijol con huevo duro. Cabe mencionar que en ese mismo comedor se realizaba la fiesta alegría, esa espesa pulsión púber donde yo, por cierto, nunca me destaqué bailando Personal Jesus ni ninguna de Jerry Rivera

La cosa es que la Niña Rosario había organizado, como ya dije, un acto celebratorio para nuestras madres. Nos dio a cada uno una rosa y nos dijo que debíamos decir unas palabras antes de entregarla a nuestra respectiva madre.

Yo había peloteado un poema o algo que imaginaba como tal. Unos versos torpes que, más bien, sonaban a canción de Pimpinela . Y había planeado leerlos con voz firme y pomposa ante la Niña, ante las madres y ante mi madre.

Pero algo sucedió.

Uno de mis compañeros, el que estaba delante de mí, también escribió un poema. Y era un poema cargado de sentimentalismo y melodrama. Una cosa insoportablemente lastimera. Es decir, un poema en el sentido ordinario. Varas tipo "Madre, tú que te has quitado el bocado de tu boca para dármelo, tú que has llorado conmigo en mi dolor". Y bueno... La dichosa madre, la cual, por cierto, nunca padeció privación alguna como para verse en la necesidad de quitarse "bocados de su boca", naturalmente, terminó sacando el violín.

Y no solo la dichosa madre...

La Niña Rosario sacó el violín. Y otras madres sacaron el violín. Y las compañeras sacaron el violín. Dicho de otro modo: la celebración del Día de las Madres se había convertido en esa escena donde E.T tiene que jalar, y aquel compañerito había adquirido la estatura de sufrimiento de Elie Wiesel o Primo Levi.

Yo sentí tal nivel de congoja, pero TAL NIVEL DE CONGOJA que abandoné mi plan: dejé el penoso poemita en la bolsa del pantalón y narré algún episodio vergonzoso de mi vida. Conté, por ejemplo, de la vez que mi mamá me compró una camisa Peluti chivísima para que fuera a la Fiesta de la Alegría y de cómo terminé cayendo a una zanja. Y conté otro par más que hoy prefiero reservarme.

Algunas madres, entonces, empezaron a reírse. La Niña Rosario, igual. Mi mamá ni se diga. Es más, hasta la madre que, supuestamente, se quitaba bocados de la boca empezó a reír a carcajadas.

Así supe que no existe nada más oportuno que la risa inoportuna y que, más que un Personal Jesus, precisamos un Personal Clown.

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