Debido a la acérrima necesidad de anticipar catástrofes u oportunidades felices, los pueblos agrícolas desarrollaron una extraordinaria capacidad de interpretar los signos del cielo. En Cartago, por ejemplo, recuerdo haber visto viejillos que se apostaban en una esquina y se quedaban viendo hacia el suroeste, hacia Coris, y decían cosas tipo “Se está poniendo el agua” o “Esa es agua fija”. Mi abuela María Luisa, una mujer que no salía ni para ir a misa, se asomaba a una ventana y oteaba el cielo para determinar si iba a llover o no.

Y regularmente pegaba.

No es raro, por otro lado, que esa hermenéutica del cielo suscite además una cierta propensión a los ejercicios supersticiosos: la búsqueda permanente de indicios en el entorno se vuelve, así, una compulsión anticipatoria. Los cielos empedrados y su dudosa relación con los meneones son un buen ejemplo. O, acaso, ese viento frío que se cola por el Paso de la Palma como certeza de baldazo y tardes aciagas. O, de repente, lo que decía Jack London sobre el aterrador silencio que precede un tifón en los mares del Sur.

Hace unos días, en el programa radial La Telaraña, Jurgen Ureña, cineasta y conductor, conversó acerca de tormentas con el meteorólogo Juan Carlos Fallas y el percusionista Carlos Tapao Vargas. Una tormenta, está claro, es un fenómeno atmosférico con características muy específicas. Pero es, también, símbolo y metáfora. Y quizás por esa razón Tapao recordó el tema de Fidel Gamboa, Presagio, que habla de un abuelo que dice “huele a agua” poco antes de que vuelen zopilotes en torbellino sobre los techos. Por cierto, Juan Carlos Fallas mencionó durante el programa que los zopilotes no solo anuncian mortandad, sino que su vuelo, también, ofrece pistas sobre las columnas de aire caliente y la posibilidad de aguaceros.

Una tormenta, ya sea una de nieve, arena o una tropical, por lo general, remite al refugio. Por eso nunca somos tan vulnerables como cuando nos sorprende. Cuando es súbita. Cuando esa tormenta no es signo, sino una evidencia avasallante.

En los años cuarenta, la armada imperial japonesa ideó un plan para bombardear el Canal de Panamá. La idea era usar submarinos portaviones como los que imaginó Julio Verne. El plan se llamó Arashi, que en japonés significa tormenta. No deja de ser llamativo que la Isla del Coco fuera estratégica en este plan: los japoneses sabían que constituye un excelente refugio de submarinos. Y los estadounidenses también lo sabían. Un B24 gringo, en medio de una misión de búsqueda de submarinos japoneses, acabó estrellándose en el cerro Iglesias.

Los japoneses, al final, no consiguieron consumar la operación Arashi. Otra tormenta, una aún más atroz, lo impidió: la lluvia negra de las bombas en Nagasaki e Hiroshima.

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