Parece que comer sano es un privilegio de quienes tienen, a primera mano, información y también recursos. Quienes carecen de medios para conseguir comida natural en las ferias del agricultor o en verdulerías están condenados a consumir lo que hay en los grandes supermercados, donde la mayoría de los productos vienen empacados, ya sea por su nivel de procesamiento o porque son ultraprocesados, de moda y accesibles.

Nos inundan las marcas de productos que ni siquiera podemos pronunciar de qué están hechos.

Para que Aurora entienda cuál es la diferencia entre lo natural y lo procesado, se lo he enseñado de manera gráfica, preguntándole: “¿Qué viene de la tierra y qué viene de una máquina?”. En su sabiduría de niña siempre me responde: “¿Por qué lo hace una máquina si lo tiene la naturaleza?”. No he sabido contestarle de manera que quede satisfecha, porque detrás de una pregunta siempre viene otra.

Pero si cuestiono mi propia conducta —las veces que voy al supermercado y veo el carrito lleno de productos que seguramente me van a hacer daño en el mediano y largo plazo—, luego veo la cuenta y, sin remedio, siento culpa. Pago caro por lo que además me hace daño, y no reniego.

Qué difícil es cambiar los hábitos de la vida moderna. Pero qué injusticia estamos viviendo y normalizando. Me doy cuenta de que formo parte de todo esto que no está bien.

Elegir lo natural, lo menos procesado, lo que no esté empacado, sería lo más sano, lo mejor… y, lamentablemente, en muchos casos también lo más costoso.

Hay quienes pueden elegir entre quinua y kale, y otros apenas comen arroz con algún embutido. Y eso es injusto.

Muchas veces, la comida saludable y orgánica se vuelve inalcanzable para la mayoría de la población del país. Eso es injusticia social y también pérdida del derecho a la soberanía alimentaria.

La lista de productos que deberíamos consumir ya está diluida en esta sociedad tan desigual. Y nos seguimos separando, como sociedad y como humanos.

Si consumimos papa, probablemente la mayoría tendrá niveles altos de agroquímicos, lo mismo que la piña, el chile dulce y las hortalizas. Si las buscamos con sello orgánico, tenemos que pedir en las ferias el cartón de certificación que así lo compruebe o, en el supermercado, pagar más del doble por un repollo o una lechuga orgánicos. ¡Ni qué decir de un brócoli!

¿Pero cómo llegamos a esto? ¿Cómo es que vamos a la feria del agricultor y no estamos seguros de lo que consumimos porque no existen buenos sistemas de prevención y control?

¿Cómo es posible que los productores orgánicos estén ahogados, sin un respaldo gubernamental que los sostenga?

Y peor aún, ¿por qué seguimos en un mundo de desinformación total cuando se trata de alimento? Parece que a nadie le importa. O quizá soy yo la que no ve suficiente información en la prensa, en los medios, en las organizaciones, en la sociedad.

Siento un vacío. Como el del estómago: con dolor. Porque veo indiferencia ante un tema tan delicado.

El sistema de salud está a reventar desde hace años. Estoy segura de que eso tiene todo que ver con la forma en que nos alimentamos, o más bien, con la nefasta manera en que comemos sin saber qué es realmente lo que estamos llevando al organismo.

Cada vez hay más personas con afecciones de diabetes, hipertensión, obesidad —inclusive niños sufriendo estos mismos problemas— y, por otro lado, desnutrición provocada por el consumo de productos empaquetados que llenan la tripa temporalmente, pero que son baratos y abundan en las pulperías de los barrios.

¿Qué estamos consumiendo y por qué?

¿Cuándo se perdió la educación para alimentarnos de manera sana?

¿Y cuándo se perdió el interés en defenderla?

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