Lo light, según Jurgen Ureña, conductor del programa radial La Telaraña, es meramente un asunto de porcentajes. Esta afirmación, con todo lo temeraria que pueda resultar, dista de ser antojadiza: surgió en una charla donde la nutricionista Gabriela Murillo mencionó que lo light, básicamente, se define como una reducción de al menos el 25% de alguno de sus ingredientes que lo hace bajo en calorías.
O sea, si a un chicharrón le bajamos el 25% de la grasa o si a una gaseosa le bajamos el 25% del azúcar, entonces, ya pueden considerarse (en un sentido regulatorio y legal) light.
Ahora bien, como mencionó Gabriela, esto no significa que ese chicharrón o esa gaseosa sea necesariamente saludable.
Es, tan solo, light.
Pero sucede que lo light siempre está planteado en función de otro elemento. Se trata de un concepto relacional. Y, según el filósofo Camilo Retana, fuera del ámbito de la nutrición, al hablar de lo light opera una lógica de sustracción: habitamos sociedades donde se construyen campos culturales alrededor de la mera sustracción. Habitamos sociedades de la abundancia que son, al mismo tiempo, sumamente desiguales.
Todos esos temas (y muchos más) fueron abordados en el más reciente episodio de La Telaraña. Jurgen, Camilo y Gabriela conversaron sobre calorías, cuerpos, bullying, salud, alimentos, antocianinas y totalitarismos.
Mientras escuchaba este episodio, recordé al académico estadounidense Steven Shapin, quien, recientemente, publicó un libro donde aventura una historia de las ideas sobre la comida y la percepción que tenemos sobre nosotros mismos. Está muy claro que el cuerpo, a lo largo de la historia, se ha resistido a las definiciones más sencillas. Eso explica, como plantea Shapin, que siempre echemos mano de metáforas para referirnos al cuerpo: antes de concebirse como computadora, estaba el cuerpo como sistema químico, y antes de eso, estaba el cuerpo como máquina y el cuerpo como conjunto de fluidos.
Con los países, a lo mejor, ocurre lo mismo.
La nación es una metáfora o, como decía el sociólogo Max Weber, es un arco de sentimientos. Y cuando pensamos en Costa Rica esto se vuelve particularmente chistoso: nos seguimos entendiendo como “excepcionales”, aunque somos de lo más ordinario.
Actualmente, no son infrecuentes los graves panfletos y los discursos urgentes donde alguien, preso de estupor, nos advierte que Costa Rica se encamina al autoritarismo, que ya no somos lo que somos, que hemos cambiado, que enfrentamos graves amenazas, que dejamos de ser la Suiza Centroamericana.
Y nuestros intelectuales se desconciertan ante la súbita evidencia de que la historia, a diferencia de lo que decía Francis Fukuyama, no acabó en los noventas, que la democracia no es algo que se da por descontado y que, por si fuera poco, todavía hay clases y rencores sociales.
Costa Rica, así, se nos muestra como un país que se la pasaba comiendo porquerías con etiqueta light y que hoy, inexplicablemente, se sorprende de estar a las puertas de un yeyo.
Nunca hubo violencia.
Nunca hubo pobreza.
Todo era maravilloso.
Y éramos, desde esa perspectiva, un chicharrón-país al que le quitaron el pellejito para hacernos light.
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