En noviembre de 1967 el periódico La República se refería al interés por recuperar el liderazgo de El Cacao de Alajuela en lo que atañe a la producción de piña. Se mencionaba que dicha zona fue, durante muchos años, referente en ese tipo de actividad productiva y que la situación no cambió sino hasta el auge de regiones como Buenos Aires de Osa, San Carlos y Sarapiquí.
La nota muestra una serie de imágenes fotográficas en las que aparecen plantaciones de piña y acá quisiera destacar un aspecto que resulta particularmente llamativo: no se trataba de cultivos, digamos, intensivos. O, mejor dicho, la modalidad de estas plantaciones tenía poco que ver con los monocultivos que hoy conocemos y que se han extendido tantísimo en las últimas décadas. Eran, más bien, fincas donde coincidían, en un mismo espacio, diferentes tipos de cultivos.
El reportaje, además, indica que durante el primer año es común que coexistan la piña, el frijol y el camote. Y agrega:
Casi siempre esta coexistencia es en grupos de tres: piña, tomate y yuca; piña, camote y chile dulce; o piña, ñampí y tiquisque”.
Mi tío abuelo Arnoldo trabajaba en Pindeco y era usual que nos llevara a mí y a mi hermano a alguna de sus giras. La primera vez que vi el río Térraba fue justamente en uno de esos viajes. También fue la primera vez que vi las silentes y asépticas plantaciones de piña de la zona sur que, como ya dije, no se parecen en nada a las de El Cacao.
Hace unos días, en el programa radial La Telaraña, Jurgen Ureña, conductor y cineasta, conversó con la científica ambiental Soledad Castro y la artista visual Diana Barquero acerca del cultivo de la piña y sus implicaciones sociales y ambientales. Fue inevitable, entonces, recordar ese primer viaje a Buenos Aires de Osa y la impresión que me generó la inmensidad de las plantaciones de piña.
Diana y Soledad hablaron sobre las dificultades para determinar los límites ecosistémicos de esas plantaciones. Hablaron, además, de la relación que existe entre monocultivos y el uso intensivo de agroquímicos. Hablaron de sus trabajos transdisciplinarios en las zonas piñeras y evocaron el libro de la bióloga Rachel Carson, Primavera silenciosa, en el que, justamente, se intenta responder qué pasó con los pájaros y todas las voces que anunciaban los cambios de estaciones.
Hay quienes consideran que la ausencia de menciones a la Gran Muralla China basta para suponer que El libro de las maravillas de Marco Polo no pasa de ser pura paja imaginativa. Marco Polo habla más de “cisnes, grullas, faisanes, perdices y un número infinito de aves” que de la célebre fortificación asiática. Algunos historiadores aventuran una posible explicación: la Gran Muralla, para los tiempos en que Marco Polo anduvo por allá, no pasaba de ser unas lamentables ruinas.
Hoy alguien que visite El Cacao de Alajuela, probablemente, no sería capaz de encontrar vestigios de esas fincas de piña donde coexistían tiquisques, camotes y chile dulces. Y alguien que visitara algunas zonas de Pital de San Carlos o Buenos Aires, de seguro no sería capaz de creer que allí antes hubo humedales y bosques en vez de piñeras. Lo peor de todo es que en ninguno de los dos casos sería plausible echar mano de los pájaros, como hizo Marco Polo, para conjurar la verosimilitud.
Este artículo representa el criterio de quien lo firma. Los artículos de opinión publicados no reflejan necesariamente la posición editorial de este medio.