Y bueno, llegaste a los cuarentas. Ahí estás, viendo hacia adelante –y hacia atrás–, como quien descansa en el claro de la loma, a medio camino. Con las ilusiones y las cicatrices, con los aprendizajes y los pendientes. Cierras los ojos. Respiras. Piensas en lo recorrido, como en aquellos eternos viajes a Guanacaste de cuando tenías quince, en el asiento lateral de atrás de un Land Cruiser que ya para ese entonces era viejo y roído, sin compensadores. Abrías la ventanilla corrediza y sentías el aire moviéndote el cabello mientras el sol te calentaba los hombros. Ilusión, cansancio, sudor, una brisa fresca, dolor de espalda, carcajadas y Radio Uno interrumpida por las interferencias.
Te diste cuenta de que hace días no hablabas con tu mejor amigo del cole. Ni tu prima andaba tan cerca como solía ocurrir hasta el día de su último desplante.
–¡Pero si ellos han estado ahí, siempre! ¿Cómo voy a dejar de tenerlos tan presentes? –te decías para tus adentros, sintiendo la traición de tu parte –y sintiéndote, también, ese bicho raro, sin empatía, porque habíamos jurado que siempre estaríamos ahí, apoyándonos.
Pero luego también vuelven las otras memorias. Recuerdas la incomodidad y esa carga pesada con la que te quedaste por semana y media, estrujante, casi parecida a la culpa, luego de aquellos comentarios que te hicieron sentir tanta vergüenza. Te percatas de cómo, en el día a día de la relación, te tocaba la iniciativa para verse, o debías renunciar siempre a tus prioridades. Y te sorprendes cayendo en cuenta de ese deseo intenso, tan tuyo, tan profundo, de buscar aceptación a cualquier precio. Dimensionas ese valgo en tanto esté para los demás, tan escrito en piedra desde algún lugar recóndito de tu primera infancia.
Pero ahorita te sientes bien. Hay libertad, cargas menos peso sobre tus espaldas: no le debes nada a nadie. Echas los brazos hacia atrás, te estiras, tensas los músculos para luego soltar y dejar ir. Esto te sienta mejor, lo vives con más comodidad. Te importa poco que ese celular quede apagado en la noche porque ya no serás una mala persona por no estar siempre disponible; ya no tendrás que obligarte a conciliar esos mensajes de doble vínculo, contradictorios, en que te dicen que te quieren, pero quedas esperando la congruencia de las acciones. Podrás, por fin, ponerle el nombre de agresión a la agresión, y le quitarás ese nombre coloquial que prefieren las estructuras de poder.
Unos de los tijeretazos fueron sin percatarte, casi de manera espontánea, orgánica. Pero luego caes en la cuenta de que todavía hay algunos otros pendientes que ahora harás de forma consciente. Y sí, activamente desincentivas aquello que no te hace bien, que te genera tanto dolor. Te permites sentir, mirar a los ojos a ese malestar y atender su llamado, interpretándolo, prestándole atención, sabiendo que el cuerpo nos habla a través de las emociones, como el termómetro que indica la llegada de la fiebre como señal de que algo no anda bien. Reconoces todo lo que hubo que vivir para llegar hasta ahí y sabes que no cambiarías mucho del recorrido.
Y ahora, con calma, con autonomía, le puedes llamar poda social, porque podar –igual que lo hacen los jardineros, tal y como ocurre con las neuronas en etapas tempranas del desarrollo–, es un verbo necesario para el crecimiento, para el bienestar, para echar frutos y florecer. Otros, también, nos podarán. Pero lo entenderemos como ser parte de algo más grande, como un componente de sus propios procesos, y del nuestro, con aceptación, y a veces, con resignación.
Hoy, por fin, sabes distribuir y planificar la inversión de tus energías; decides ponerlas en vínculos sanos, en apegos seguros, en relaciones equilibradas. No malquieres a nadie, ni les deseas el mal. Simplemente sueltas, y dejas ser. Sabes dosificar. Abrazas y expresas el amor y cariño cuando se ven en la fiesta de fin de año porque tampoco hay que guardarse nada. Pero sigues tu camino, acompañado, sí, por quien tú elijes, por decisión propia.
Pero ahora con la frente en alto, sintiéndote bien.
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