La alarma social generada por el vertiginoso aumento de la delincuencia en los últimos años ha sido aprovechada por distintos sectores políticos para urgir la aprobación de múltiples reformas legales que buscan dar la falsa impresión de brindar alguna solución al problema criminal, cuando en realidad no son más que la misma receta fallida y simplista de eliminación de garantías fundamentales y endurecimiento del proceso penal que viene empleándose sin éxito desde hace varias décadas. Como ejemplos recientes de este frenesí punitivo desenfocado podemos mencionar, por citar solo algunos:
- Las reformas abiertamente inconstitucionales propuestas a la prisión preventiva, que pretenden convertir la medida cautelar en una pena anticipada.
- La fatídica Ley de Creación de la Jurisdicción Especializada en Delincuencia Organizada, JEDO, (Ley 9481), que lejos de brindar herramientas en la lucha contra la criminalidad compleja más bien introdujo un grave error legislativo mediante el cual se derogó expresamente el artículo 2 de la ley anterior que definía la competencia de la jurisdicción de crimen organizado, dejando sin posibilidad de aplicación dicho procedimiento especial.
- El recientemente reactivado proyecto que propone adicionar los artículos 20 bis, 20 ter y 22 bis a la Ley Contra la Delincuencia Organizada (expediente legislativo 22.834), que son precisamente los numerales que regulan el polémico proceso de pérdida de capitales emergentes. Es sobre esta última figura que enfocaremos el presente artículo, ahora que la Sala Constitucional acaba de declarar la inconstitucionalidad del inciso a) del artículo 20 ter únicamente en lo referente al método de notificación a las partes, lo cual no es ni por asomo suficiente, ya que la violación al debido proceso va mucho más allá de ese extremo.
Pérdida de capitales emergentes
Este concepto, también conocido o regulado en algunas latitudes como procedimiento de extinción de dominio, busca habilitar al Estado para que se apropie del patrimonio de los ciudadanos cuyo origen considere sospechoso o “sin causa lícita aparente”, sin necesidad de probar más allá de toda duda la procedencia ilegal de dichos bienes.
Los defensores de dicho procedimiento sostienen que su finalidad “oficial” es debilitar al crimen organizado atacando sus finanzas y despojándole de sus ganancias ilícitas. Incluso algunos han llegado al extremo de citar el vacío refrán populista según el cual “quien nada debe y no anda en malos pasos, no tiene nada que temer”, lo cual no hace más que evidenciar el profundo desconocimiento que mantienen sobre el funcionamiento de las garantías que conforman la base de nuestro Estado de Derecho.
Así, esta figura faculta al Ministerio Público y varias otras entidades a despojar a los ciudadanos de su patrimonio arbitrariamente y sin más prueba que su mero capricho, ya que parte de una grosera presunción de culpabilidad e inversión a la carga de la prueba, en donde todo bien o incremento patrimonial no justificado se puede presumir de origen ilícito y sustraer en favor del Estado, aun cuando no se haya demostrado judicialmente y con certeza absoluta que dicho bien o ganancia provenga de alguna actividad delictiva o ilícita.
En total contradicción con los principios elementales que integran todo sistema democrático, se exige al ciudadano demostrar el origen lícito y válido del patrimonio y se dispensa al Estado de su obligación constitucional de probar lo que afirma como consecuencia inmediata de la presunción de inocencia. En definitiva, esta inversión probatoria le otorga al Estado el poder absoluto para aplicar sanciones confiscatorias automáticas a sus ciudadanos y violentar el derecho a la propiedad sin necesidad de demostrar nada. Con esta flexibilización de garantías la figura de pérdida de capitales, lejos de fungir como herramienta contra el crimen, podría ser utilizada como arma de intimidación contra cualquier persona “incómoda” o enemigo político que no se ajuste a la medida estatal requerida en determinado momento.
¿Secuestro de patrimonio antojadizo?
Como si la inversión a la carga probatoria no fuera suficiente, los artículos que ahora se pretenden adicionar agravan todavía más el panorama, ya que le otorgan al Ministerio Público la potestad total para solicitar ante la jurisdicción contenciosa administrativa a modo de “medida cautelar anticipada y provisional” el secuestro y decomiso de bienes y productos financieros de interés, incluso antes de haber presentado la denuncia por sospecha de incremento de capital sin causa lícita aparente.
En síntesis, se releva al ente acusador de su obligación de probar —o de siquiera investigar inicialmente— para poder justificar solicitudes de medidas cautelares que afecten derechos fundamentales como la propiedad, autorizándole a confiscar el patrimonio que a bien tenga sin dar mayores explicaciones previas. La ligereza con la que los artículos adicionados pretenden que se secuestren bienes de forma “preventiva o cautelar” sin duda alguna propiciará en la práctica que los fiscales que no logren demostrar responsabilidad delictiva en la vía penal sencillamente acudan a activar paralelamente la figura de capitales emergentes en la vía contenciosa-administrativa, para así despojar al ciudadano absuelto de sus posesiones en favor el Estado de igual forma, lo que constituye un peligroso mecanismo que permite “saltarse” la presunción de inocencia y las exigencias o estándares probatorios mínimos. Además, estas reformas facilitan el surgimiento de resoluciones contradictorias en casos en los que por un lado se dicten sentencias absolutorias por duda en la vía penal por delitos como legitimación de capitales u otros relacionados -rechazando el comiso de bienes por no haberse acreditado su procedencia o adquisición delictiva-y al mismo tiempo se ordene conforme a estas normas la pérdida de ese mismo capital perteneciente al imputado absuelto por presumirse que procede de una actividad ilícita. Lo anterior indudablemente implicaría sentencias inconciliables que producirían una enorme inseguridad jurídica.
Debido proceso
Tampoco es posible sostener, como pretenden algunos, que al ser la pérdida de capitales emergentes una figura regulada en un proceso de naturaleza administrativa no deben regir las mismas garantías, ya que la jurisprudencia vinculante del sistema interamericano de derechos humanos ha establecido que en materia represiva (sea esta penal o administrativo-sancionadora), deben siempre respetarse los mismos principios integrantes del debido proceso, lo que implica que en ambas vías debe prevalecer la duda a favor del ciudadano como barrera infranqueable a los abusos de poder.
Carta blanca para la arbitrariedad
En definitiva, cuando en una democracia la mera sospecha sin demostración basta para sancionar, y cuando son los ciudadanos los que deben demostrar su inocencia y la procedencia lícita de su patrimonio, y no el Estado el que debe demostrar la ilicitud o la responsabilidad, es ahí cuando “los que nada deben son los que más tienen que temer”, porque son los más expuestos a sufrir injusticias y arbitrariedades estatales.
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