Hace unos años, durante la pandemia, era común leer posteos aludiendo a una supuesta intervención radial de la antropóloga estadounidense Margareth Mead en la que, palabras más, palabras menos, asociaba la curación y los cuidados humanos con indicadores civilizatorios. Mead, según este relato, hablaba de registros arqueológicos, de fémures salvados y concluía con indiscutible ternura:

Ayudar a alguien más a superar las dificultades es donde comienza la civilización”.

La antropóloga, al parecer, nunca dijo tal cosa. La dichosa entrevista radial no tuvo lugar. Y la única referencia más o menos seria que acredita la autenticidad de esa bella frase sobre el origen de la civilización figura en el libro de un médico que asegura haberla escuchado en una conferencia. Mead, al ser consultada respecto al origen de la civilización, se mostró escasamente elocuente y tiró algo que más bien podría haber aparecido en la sección de respuesta breve de un examen de Introducción a la Antropología:

Hemos llamado civilizaciones a las sociedades cuando tuvieron grandes ciudades, una elaborada división del trabajo y alguna forma de mantenimiento de registros”.

Ahora bien, independientemente de que la consideración atribuida a Mead resulte tan veraz como el poema de Borges acerca de los arrepentimientos o la alocución del Jefe Seattle sobre el último árbol, lo cierto es que sí existen registros arqueológicos que muestran los añosos esfuerzos humanos para sanar las heridas del prójimo. También es cierto que, de alguna manera, las sociedades han incorporado progresivamente una noción de corresponsabilidad en el cuido y la atención de las personas dependientes.

Sin duda falta muchísimo por hacer. En estructuras patriarcales como la nuestra, las mujeres suelen experimentar una recarga excesiva de trabajo al asignárseles el rol de cuidadoras. Aunado a ello, las limitaciones económicas de muchísimas familias impiden que numerosas personas que sufren enfermedades como Alzheimer o Parkinson reciban la atención adecuada. Y mientras tanto, el número de personas dependientes aumenta: según el BID, para el 2050 al menos 23 millones de latinoamericanos serán personas mayores dependientes.

Ricardo Rincón, neurólogo y geriatra, mencionó en el último episodio de La Telaraña que la mayoría de las enfermedades neurodegenerativas que hoy conocemos, efectivamente, son resultado del aumento de la esperanza de vida. Hace unos años, según dijo, las personas no vivían lo suficiente como para que se detonaran ciertas patologías que están relacionadas con la edad. Esto, sin embargo, no significa que todas las patologías neurodegenerativas seas exclusivas de la vejez. Aún a pesar de la alta carga de pudor que las rodea, dichas enfermedades ocurren, digamos, en veinteañeros. La actriz y directora teatral Gladys Alzate, quien también participó en ese episodio telarañesco, justamente montó una obra que aborda tal circunstancia: Branko, un muchacho que recién cumple veinticinco años, sufre una enfermedad que compromete su movilidad y, en palabras de su madre, él solo camina un poco más lento.

La declaración falsamente atribuida a Margareth Mead, curiosamente, ha dejado de aparecer en nuestro feed de Facebook. Se esfumó con la pandemia. Como el estricto lavado de manos. Como la mascarilla. Como el alcohol en el gel. Como ciertos arrebatos de solidaridad. Umberto Eco alguna vez dijo que las mentiras, más que las verdades, juegan un papel decisivo en la historia universal. Quizás, para tener una sociedad más hospitalaria, aunque no sea cierto, convendría hacer coincidir el origen de la civilización con el fémur curado del que nunca habló Mead. Quizás funcione, de repente, como mentirilla piadosa.

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