No es casual que las aventuras del Quijote ocurran en una llanura, en la llanura manchega. A diferencia de los entornos cerriles, en los que el viajero debe prestar excesiva atención a su cuerpo, a los rigores del barranco y a la piedra repentina, las planicies favorecen los ejercicios de la especulación reflexiva y la ensoñación.
Por eso los pueblos de las llanuras son más fantasiosos e imaginativos, mientras que los pueblos enmontañados más severos y trágicos. No hace falta irse de gira por la zona de Los Santos o los Alpes suizos y luego por la pampa guanacasteca o las llanuras de Dakota. Basta leer un par de libros para comprobarlo: La ruta de Don Quijote, donde José Martínez Ruiz “Azorín” recorre las planicies de Castilla y se topa con pueblos afables, y Camino de la perfección, donde Pío Baroja retrata el carácter fatalista y áspero de los habitantes de los cerros.
La homogeneidad del horizonte, de cierto modo, obliga a estos pueblos de las llanuras a prestar mucha mayor atención a los indicios y los signos. Sin cerros ni quebradas ni grandes accidentes para guiarse, se ven obligados a desarrollar una cartografía imaginaria con puntos de referencia que, a menudo, adquieren dimensiones ilusorias. Eso explica, además, sus supersticiosas inclinaciones: Don Quijote, hidalgo manchego, ve gigantes donde hay molinos; Sancho, mucho más insulso, mucho más montañés, es incapaz de ver allende de las aspas perezosas.
En el último episodio de la Telaraña, el actor Carlos Alvarado, quien justamente representa a Don Quijote en la obra homónima, recordó que, al estrellarse contra la contundencia de la materia, Alonso Quijano insiste en que aquellos sí eran gigantes y que, por alguna conjura del Sabio Frestón, se convirtieron en molinos. Es decir, la imaginación quijotesca es, ante todo, obcecada.
La geógrafa Adriana Baltodano, quien también participó en ese episodio de La Telaraña, mencionó que las llanuras de La Mancha son de origen kárstico y que esta circunstancia posibilita la aparición de cuevas como la de Montesinos, donde ocurre una de las aventuras de Sancho y el Ingenioso Hidalgo. Esta cueva, como apunta Azorín, no es especialmente grandiosa. Como no lo es la venta donde Don Quijote veló sus armas. Como no lo es Aldonza Lorenzo. Pero resulta que, a partir de la imaginación quijotesca, la cueva se vuelve mágica, la venta se vuelve un escenario donde Quijano es nombrado caballero y la prosaica Aldonza se convierte en princesa y pasa a llamarse Dulcinea del Toboso.
Jurgen Ureña, conductor de La Telaraña, destacó que la tensión entre El Quijote y Sancho Panza, al final, completa una idea de humanidad en su sentido más total y verosímil: nadie es enteramente un idealista ni nadie es un escéptico realista a tiempo completo. Todos, como decía Nicanor Parra, somos un embutido de ángel y bestia. Y, seguramente, por eso no existe mayor quijotada que seguir vivos.
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