Durante la pandemia los peores rasgos de la convivencia humana alcanzaron estatus de virtud. Delatar al prójimo, no saludarse, cruzar de acera si uno se topaba a un excompañero de escuela, ocultarse el rostro con una ominosa mascarilla y reprender constantemente a los padres constituían actitudes altamente deseables y promovidas.
Podría decirse, a la luz de la posteridad, que la pandemia fue, entonces, el ámbito donde se reformuló la idea de lo bueno, lo noble, y, por tanto, también de lo malo.
Debo reconocer, con todo, que quienes practican la bondad en un sentido ordinario, consensuado, siempre me han generado mucho más miedo que los del bando contrario. No digo aprensión, lo cual sería sensato o, cuando menos, plausible. Digo miedo en el sentido más riguroso. Es más, diría que es un auténtico horror.
Siempre tan prudentes.
Siempre tan llenos de certezas.
Siempre tan virtuosamente enfurecidos.
Y quizás eso lo que más me asusta: su furia.
Se trata de una furia precisa, contenida, quirúrgica, focalizada, calculada y articulada. Porque los buenos nunca se precipitan, nunca actúan de manera atarantada.
Hordas inmensas de buenos recorren el mundo como ese fantasma de Marx y Engels y lo impregnan todo con su bondad: desde las conversaciones casuales hasta las bujías de los motores. Y, como el fantasma de Marx y Engels, no admiten el disenso.
Justo por eso elevaron la delación a una jerarquía de heroísmo insospechada. Diariamente son condecorados y reciben homenajes como aquel dudoso niño de Stalin, Pavlik Morózov, que sapeó a sus padres y se convirtió en mártir. Y diariamente, también, juzgan de forma sumaria a los malos del mundo y los condenan al ostracismo.
No fusilan ni usan la silla eléctrica ni la horca. De hecho, ni siquiera sienten una mínima devoción por la guillotina. En el fondo saben muy bien que el destierro es peor que la pena capital: Cristo venció a la muerte, sí, pero nadie ha regresado indemne del destierro.
En el más reciente episodio de La Telaraña, el cineasta y conductor radial Jurgen Ureña conversó con el actor Winston Washington y el comunicador Rodrigo Muñoz acerca de las sociedades de la vigilancia, acerca de la célebre novela de George Orwell, 1984, y acerca la ansiedad que suscita una tecnología con perfiles de ideología que lo va colonizando todo.
En algún momento, Jurgen, Rodrigo y Winston se preguntan quién es el Gran Hermano en la novela de Orwell. Esa figura, cabe decirlo, no solo inspiró el célebre reality show sino que aparece a lo largo del relato y encarna la idea de la vigilancia de manera áspera y lacerante.
No sería capaz de aventurar una respuesta. No sé quién era el Gran Hermano ni sé quién podría serlo hoy. Alguien diría que es el algoritmo o las pantallas. Pero quien quita y pasa como con la canción de Depeche Mode. O sea, quien quita y todos tenemos un Personal Jesus que es, a la vez, un Personal Big Brother permanentemente enfocado en vigilar que nuestros actos sean siempre “buenos”.
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