El 30 de noviembre de 2022 atestiguamos un cambio de régimen de verdad: la aplicación ChatGPT, de OpenAI, se puso a disposición de las personas usuarias de internet. La inteligencia artificial se volvió mainstream: se posicionó en el sentido común, en los medios y en las agendas corporativas. Además, aparecieron en cada rincón LinkedIn expertos en IA que meses antes eran coaching #OpenToWork ¿qué fue lo que pasó?

Decir la inteligencia artificial, con el falso artículo determinado, conduce al error, omite el debate, y nos hace asumirlo como una entidad. Hablando mal y pronto: cuando al cocktail le agregamos capacidad computacional, Big Data, estadística, perceptrones, algoritmos de entrenamiento, la biblioteca de Alejandría que hemos alimentado en la web, además de nuestra intimidad, tomada sin consentimiento y convertida en información (datos), tenemos todo para formar a un monstruoso Golem, o Yahvé, que para estos fines son lo mismo: LaIA* (usaré deliberadamente esta divertida contracción).

Un problema teórico

No tengo espacio para adentrarme en los temas que involucran LaIA, sólo mencionaré un par de ideas para un debate posterior. Primero, LaIA no es una cosa o una entidad; formalmente es un área de estudio e investigación interdisciplinaria, que actualmente tiene una dimensión de producción de aplicaciones que utilizan los algoritmos de redes neuronales para solucionar-agilizar procesos específicos. Lo segundo que quiero anotar es que LaIA, como área de investigación, parte de algunos conflictos teóricos que se plantearon en los años 50, el más evidente, el problema de las posibilidades de desarrollar formas no humanas de inteligencia. Ya Alan Turing (1950) lo sugería en el icónico artículo Computing Machinery and Intelligence, a modo de pregunta retórica: “Can machines think?” (p.433). El autor descartó la posibilidad de que las máquinas puedan pensar, catalogando tal expresión como absurdo, y apelando a una tesis, inspirada en el Juego de la imitación, que defenderá en su texto: es posible que las máquinas puedan imitar los procesos del pensamiento humano. Con lo anterior, años después, el avispero de la Teoría computacional de la mente se alborotaba, y de ahí se desprende la idea de reproducción artificial de los procesos cognitivos, al ser estos, según la teoría, fundamentalmente algoritmos complejos, organizados en módulos, que se podrían reproducir y perfeccionar artificialmente. Se habla entonces de una “inteligencia computacional”, término que complejiza aún más la discusión, y que Jerry Fodor, en La mente no funciona así (2003), critica al considerarla reduccionista e insuficiente para explicar los procesos mentales… pero esa es otra historia. Sé que lo anterior es poco atractivo, porque cuando hablamos de LaIA pensamos en Ultrón, en SkyNet, o en la voz de Scarlett Johansson en Her.

Estoy seguro que puso atención a la expresión inicial “un cambio de régimen de verdad”, y por eso llegó hasta este párrafo, leyendo apresuradamente las anteriores obviedades. Claro está, la frase no es original del abajo firmante, es un enunciado del filósofo francés Éric Sadin, que usa para caracterizar del “giro Intelectual y creativo” de “la inteligencia artificial generativa”, específicamente de los grandes modelos de lenguaje (LLM, Large Language Models), cuyo caso paradigmático es el ChatGPT.

Aletheia algorítmica

Para hablar del nuevo régimen de verdad que implica estas aplicaciones de LaIA, Sadin emplea la expresión aletheia algorítmica. La aletheia vendría ser la revelación de la verdad, un conocimiento evidente e irrefutable. La construcción aletheia algorítmica se refiere, pues, al estatus de verdad superior e incuestionable de la sentencia algorítmica que parte de su capacidad estadística-proyectiva, basada en la interpretación de los datos, de esa suerte de mundo digital duplicado, o traducido, del mundo real.

Según Sadin, estas aplicaciones de IA generativas, en la práctica, pretenden anular nuestra conciencia y autonomía como individuos. Nuestras capacidades de razonamiento, y decisión son socavadas en virtud de limar las asperezas y conflictos de la realidad. Dice el autor: “No se trata de saber cuáles son los criterios que se ponen en práctica (…) sino decretar, que a partir del momento mismo en que aparecen protocolos que nos privan de nuestro poder de juicio y decisión, sustituyendo nuestra conciencia y nuestra libertad de acción, estos protocolos deben ser considerados como algo que no debemos aceptar” (p.124), advierte, de forma categórica, Sadin en La inteligencia artificial o el desafío del siglo (Caja Negra, 2020).

Para Sadin, lo que está en disputa es el lenguaje y, por consecuencia, la misma noción de civilización. La cultura humana se forja en un infinito entramado de textos producto del lenguaje, como un lugar de encuentros matizado con las diferentes subjetividades. La experiencia humana, que es irrepetible, es atravesada por la historia y los discursos: el lenguaje no se imagina como una base de datos, sino como un legado viviente. Contrario, sigue Sadin, a la noción determinada por la relación probabilística del “necrosado, industrializado, estandarizado y esquematizado” lenguaje clonado de los LLM, que atentaría, en principio, con la capacidad crítica, creativa y reflexiva de los seres humanos. El empobrecimiento del lenguaje, dice Sadin, tiene evidentes implicaciones sociales y políticas, de esto Orwell escribió suficiente. Similar a lo anterior, es el temor que expresó Hubert Dreyfus, cuando dijo que “nuestro riesgo no es la aparición de computadoras superinteligentes, sino de seres humanos subinteligentes”, y esto solo sucedería cuando se empobrece el lenguaje, y por los procesos cognitivos vinculados con él.

Por otra parte, estos oráculos algorítmicos nos revelan algo fundamental: la narrativa religiosa-mágica que sustenta los aspectos ideológicos de la tecnología, problema que ya ha teorizado Erik Davis en su clásico TecGnosis. Dentro de esta lógica tecnomisticista: LaIA es deificada. Lo anterior, se relaciona directamente al culto de Silicon Valley: el transhumanismo, proyecto dogmático tecno-teológico, inherentemente antihumanista… pero este debate, también, lo dejamos para otro día.

Ni apocalíptico, ni integrado

No soy un tecnofóbico, o un apocalíptico, según la categoría de Eco; pero tampoco un integrado pasivo que asume los fenómenos como dictados desde el Sinaí. Como novel estudiante de Filología estoy fascinado con el área de Procesamiento Lengua Natural, reconozco la potencialidad de estas tecnologías, su utilidad, el impacto económico y todas las promesas de la revolución 5.0, que se repiten como un rosario; pero no podemos empobrecer la discusión sometiendo las todas las dimensiones de análisis al criterio tecnoliberal, economista-instrumental, que reduce la complejidad de las sociedades humanas a una tabla de Excel, y que responde a la lógica tecnofeudal conceptualizada por Cédric Durand y Yanis Varoufakis, entre otros.

¿Deberíamos discutir y tomar acciones acerca de LaIA o asumirlo como un régimen ineludible y dado por decreto divino? Como es sabido, la tecnología no es apolítica o inocua, pone en cuestión los mismos valores democráticos y el contrato social, como ya problematizó Andrew Feenberg. En esa línea, la tecnología responde a intereses y discursos ideológicos, por eso, y parafraseando a la matemática Melanie Mitchel, deberíamos preocuparnos más por Elon Musk que por Skynet.

La utopía tecnoliberal “de andar por casa”

Nuevamente, ¿debemos deliberar y decidir sobre esto? Dejarle la acción a los burócratas que son incapaces de enviar un email con un adjunto; o a esos defensores a ultranza de LaIA que ni siquiera saben qué es un operador lógico, me parece, cuanto menos, irresponsable y miope.

Dadas las condiciones, es urgente pensar qué tipo de mundo estamos forjando a partir de LaIA. En este momento, los sesgos de las aplicaciones de IA, la destrucción de puestos laborales vinculados a la implementación de estos sistemas, o la masificación de estructuras digitales de vigilancia y control social, presagian un mundo distópico, (disculpen el lugar común). Sinceramente, no creo que estemos a tiempo para disputar este espacio, o para sugerir formas y establecer marcos de pensamiento que permitan que estas tecnologías se convierten en mecanismo de liberación, justicia social y reivindicación de nuestra humanidad. No. La deriva obvia y esperable es que se convierta en todo lo contrario: ¡Bienvenidos y bienvenidas a la utopía tecnoliberal!

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