Cuando se dio la discusión a lo interno de la Corte sobre las reformas al régimen de empleo público y su impacto en el Poder Judicial, muy pocas voces se levantaron para defender los derechos adquiridos de los servidores judiciales; la más fuerte de ellas, la del magistrado Álvaro Burgos Mata (q.e.p.d), fue rápidamente silenciada por la de aquellos magistrados que sostenían que el Poder Judicial debía ser solidario ante la situación fiscal del país, haciendo ver que —por encima de cualquier cuestionamiento jurídico existente— era importante enviar un mensaje a la población que mejorase la percepción que esta tenía sobre la institución. Así, luego de anunciarse inicialmente que el Poder Judicial no se sometería a las órdenes de la Contraloría General de la República por resultar estas violatorias de la separación de poderes y la independencia judicial externa, el en ese momento presidente de la Corte Plena (Fernando Cruz Castro) manifestó luego —disponiendo al efecto sobre derechos de los que no era titular— que el Poder Judicial sí acataría tales disposiciones, dejando así a la población judicial impactada y con la mandíbula en el suelo.
Como consecuencia de ello y pese al impacto de la inflación, sus salarios se verían en adelante congelados, convirtiéndose los pluses salariales que antes recibían en montos meramente nominales; esto, que supondría un ejercicio abusivo del ius variandi para cualquiera que haya cursado derecho laboral en una universidad, fue sin embargo bendecido por la Sala Constitucional (Summus Pontifex iudicialis), vaciando con ello de contenido los derechos adquiridos de los servidores judiciales.
Poco tiempo después y a semejanza de lo ocurrido con Julio César más de veinte siglos atrás, los mismos magistrados que habían clavado la daga en la espalda de la población judicial, se rasgaban ahora las vestiduras, lamentándose por el éxodo significativo de servidores judiciales; al hacerlo, culpaban a las mismas leyes que antes habían santificado, dando con ello un nuevo significado al término cinismo.
Con bombos y platillos anunciaron luego la creación de una comisión encargada de idear incentivos que redujeran tal éxodo, comisión que casi dos años después no ha rendido informe alguno; ello, no solo porque carecen en la práctica de todo interés por revertir tal situación, sino porque saben a su vez que la única forma de hacerlo sería a través de una reforma legal que en forma alguna se hayan dispuestos a impulsar. Cuando los gremios realizan algún tipo de reclamo, montan una nueva pantomima para salvar las apariencias, se muestran falsamente solidarios y solicitan informes que saben del todo innecesarios, pero que sirven en la práctica para ganar tiempo y reducir la conflictividad laboral en la institución.
En forma paralela a esta debacle, los magistrados fueron llenando muchos de los puestos administrativos y jurisdiccionales superiores con vasallos fieles a ellos, dispuestos a cumplir con los deseos de la Corte sin cuestionamiento alguno; quien desee ascender en el futuro, debe para ello estar dispuesto a besar el anillo (osculum) o a vender su alma para gozar así de la gracia de los ungidos. Quien se vea excluido de tal círculo, deberá seguir languideciendo en silencio u optar por marcharse de una vez.
La última infamia de la que son víctima los servidores judiciales, ocurrió el pasado primero de julio del 2024: quien desee concursar para obtener una plaza en propiedad en la judicatura, deberá aceptar una cláusula en virtud de la cual consiente en ser trasladado en cualquier momento a cualquier lugar del país o a que sea modificada unilateralmente su jornada laboral. Lo dispuesto por la Corte Plena no solo aplicaría tratándose de funcionarios de nuevo ingreso, sino también para el personal actual: al participar en el concurso, consentirían expresamente tales modificaciones en sus condiciones actuales de empleo, por lo que no podrían alegar luego la existencia de un ejercicio abusivo del ius variandi. Como consecuencia de ello, se estaría debilitando significativamente la administración de justicia: en primer término, se desalentaría la participación en concursos para plazas en propiedad; las facultades de traslado podrían ser utilizadas como un mecanismo para hostigar a funcionarios que no son del agrado de la Corte (traslados de uno a otro lugar) para que finalmente terminen renunciando; finalmente, abriría de par en par las puertas para nombramientos por inopia ante la falta de elegibles interesados.
Actuaciones como las descritas, solo pueden ser entendidas en el contexto de un esfuerzo deliberado para destruir o debilitar la administración de justicia (en particular, la penal), por razones que solo los magistrados conocen con certeza pero que no escapan a cualquiera con mediana inteligencia; como consecuencia de lo expuesto, la población judicial continuará su éxodo ante una situación salarial que solo conseguirá empeorar mientras estos se mantengan congelados (al menos cinco años más), y la propia certidumbre de que no es posible mejorar su remuneración a través de ascensos, ya que estos se encuentran usualmente reservados para los allegados a los magistrados, quienes disponen de las plazas en propiedad de la institución como si esta las perteneciese, ajenos a los cuestionamientos cada más frecuentes sobre presunto tráfico de influencias.
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