Pertenezco a la generación que usó disquete de arranque. La misma que, en algún momento de su infancia, instruía a la rudimentaria tortuguita de Logo para que trazara líneas precisas de color ámbar en un voluminoso monitor. La generación que lidió con esquivos comandos de MS-DOS, tediosas tablas de FoxPro y textos precariamente diagramados en Word Perfect. La generación de Príncipe de Persia, Test Drive y de tantas versiones de Civilization. La generación que, sin proponérselo, rompió con una milenaria tradición y, por primera vez en la historia, se aproximó a sus mayores desde los genuinos e indiscutibles saberes y poderes: casi todos quienes nacimos en los 80, al menos una vez, nos vimos en la necesidad de ser maestros de nuestros padres, digamos, a la hora de ajustar la impresora o instalar un antivirus.
Durante la última década del siglo XX transitamos confiados de la promesa de la informática. Lo del Y2K apenas fue una mínima costura que se le vio al futuro. Y la burbuja puntocom, si acaso, un accidente previsible del capitalismo. Nadie, por entonces, identificaba una amenaza particularmente seria en el desarrollo de Internet. Es más, pensábamos que se trataba de un ámbito de libertad irrestricta.
Recuerdo que Fran, un compañero de Laboratorio de Química I, me hablaba acerca de redes neuronales y de ciertos ratones eléctricos que, a despecho de Algernon, descifraban laberintos y acertijos. Corría el año 1999 y la gente como yo, la gente como Fran, seguía buscando respuestas para el presente a partir de las preguntas que otros se formularon en el pasado. Leíamos libros de la Carlos Monge publicados veinte o treinta años atrás. Y, en lugar de Tik Tok o Wikipedia, recurríamos a la charla con los amigos para satisfacer repentinas inquietudes. Corría el año 1999 y nuestras certezas resistían los más posmodernos cuestionamientos: las voces falsificadas de políticos y famosos, por ejemplo, pertenecían al ámbito de La Cantaleta y La Patada y formaban parte de un contrato de ficción que no admitía mayores discusiones.
Hoy, un cuarto de siglo después, tenemos algoritmos que son capaces de reproducir la voz de Francisco Franco o Scarlett Johansson, algoritmos que, además, nos dejan perplejos ante la radical y, a menudo, incómoda sensación de que nada es lo que parece. Ignacio Siles, comunicador, Luciano Goizueta, artista visual, y Jurgen Ureña, cineasta y conductor radial, conversaron sobre estos y otros temas en el último episodio de La Telaraña. Y hablaron, entre muchas otras cosas, del deep fake y de esa noción de trasparencia exacerbada que termina confundida con la vigilancia.
Es altamente probable que la inversión tecnológica solvente un montón de problemas relacionados con la productividad y la competitividad. Es altamente probable que la domesticación de algoritmos y la aproximación desprejuiciada a estas herramientas nos permita potenciar nuestras posibilidades creativas hasta lugares insospechados. Pero, sin lugar a dudas, nada de esto bastará para atender nuestros problemas más fundamentales.
Pascal alguna vez dijo que el conocimiento de la ciencia no nos consuela de la ignorancia de la moralidad en tiempos de aflicción, mientras que el conocimiento de la moralidad siempre nos consuela de la ignorancia de la ciencia. Quienes hace un cuarto de siglo buscábamos respuestas en los libros o en las charlas con los amigos antes que en los algoritmos y los metadatos, de repente, terminaremos tan obsoletos como un disquete de arranque. Y, a lo mejor, para mantenernos vivos, los humanos (o los androides) del futuro nos someterán a experiencias de realidad aumentada donde una Epson de inyección de tinta se resiste a imprimir el trabajo final de ese curso que tanto nos costó.
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