El filósofo francés Étiene Souriau habla de diferentes expresiones que revelan la existencia de una auténtica sensibilidad estética de la vida animal. Dos perros jugando a perseguirse en la playa, según dice, están elaborando ficciones y dramas. Un pavo real constituye una coreografía ideada por la naturaleza. Y las flores, cuando despliegan sus hechizos aromáticos, enamoran a las abejas. En este último caso, agrega, no se trata de una leyenda o una cursilería alegórica como la del ruiseñor enamorado de la rosa. No, la abeja, verdaderamente, se enamora de la flor con la misma furiosa e insensata intensidad de un colegial. Y, también, como un colegial enamorado, regresa para contárselo a sus compañeras de colmena. Porque las abejas, efectivamente, poseen su propio lenguaje, el cual, por cierto, no está exento de hermosos giros poéticos.

Desde tiempos inmemoriales las abejas han ejercido una extraordinaria fascinación en los humanos. No solo por la producción de miel y su poderosa carga de simbolismo, sino también por su admirable ingeniería social y su precisión arquitectónica: las celdas hexagonales de un panal están inclinadas en un ángulo de 13°, a fin de que la miel no se derrame. Las abejas aparecen en textos religiosos milenarios, en tratados científicos y, por supuesto, en obras literarias. Están presentes, además, en la heráldica, en fuentes de agua, en pinturas e, incluso, Napoleón las utilizó en la bandera de su mínima posesión territorial durante su exilio en la isla de Elba. El belga Maurice Maeterlink publicó en 1926 un libro en el que sostiene que las abejas exigen una aproximación distinta: son como las realidades profundas y por esa razón es necesario aprender a observarlas.

La inapelable circunstancia de que la población de abejas disminuya dramáticamente año a año, con todo, nos muestra que no hemos aprendido a observarlas y que nuestra fascinación por ellas no necesariamente corresponde con algunas de nuestras dinámicas productivas. La pérdida de hábitat, la expansión de monocultivos y el uso intensivo de agroquímicos son algunos de los factores que han contribuido a la reducción de las poblaciones de este insecto que es, a su vez, unos de los polinizadores más cruciales del planeta.

El 20 de mayo se celebró el Día Mundial de las Abejas y el programa radial La Telaraña retransmitió un episodio dedicado a ellas, a las abejas. Joachim de Miranda, biólogo e investigador, y Edna Orozco, coreógrafa y artista multimedia, conversaron con el cineasta y conductor radial Jurgen Ureña acerca de las amenazas y la importancia de las abejas para la vida en el planeta. Tanto Joachim como Edna han sido apicultores y ambos coinciden en que dicho oficio posiciona al ser humano en un lugar de respetuosa veneración frente a la dinámica de la vida. Joachim trabaja para la Universidad Agrícola de Suecia y se ha dedicado a investigar, entre otras cosas, los virus que afectan a las abejas. Y Edna, por su lado, creó un montaje en el que se mezcla la danza aérea, la animación e incluso drones que representan las semejanzas que existen entre la vida de las abejas y los humanos.

Durante el programa se mencionó un asunto que resulta, por decir lo menos, perturbador: la existencia de abejas robóticas o, lo que es igual, polinizadores artificiales. Hablamos, pues, de pequeños robots voladores que cuentan con dispositivos mecánicos y sensores que les permiten depositar polen en los cultivos. Recordé, entonces, un cuento de don Abel Pacheco que alude a la sustitución de las mulas por el ferrocarril y a cómo esto provocó la desaparición de dichos animales en el paisaje caribeño. Ignoro si la introducción de tecnología para la solución de problemas propiamente ecológicos como la disminución de la población de abejas comporta una solución plausible. Sin embargo, me resulta inevitable recordar la fatal admonición con la que cierra el cuento de don Abel: esa noche soñé que desaparecían los hombres…

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