“Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.
Estaba pensando en cómo introducir el texto con una analogía en la que despertar al lado de un dinosaurio fuera algo insólito y pernicioso y me di cuenta de que esta comparación no es necesaria pues es evidente que despabilarse y encontrarse con un animal de este tipo es ya de por sí un evento extraño y antinatural, una circunstancia que debería, como mínimo, causarnos incomodidad e impulsarnos a averiguar qué nos condujo hasta ese lugar, qué nos puso al lado de ese lastre llamado dinosaurio y por qué “todavía sigue ahí”.
El texto del inicio es un célebre microrrelato del escritor Augusto Monterroso llamado “El dinosaurio” y conocido típicamente como “el cuento más corto de la historia”. Es un escrito que, en primera instancia, nos mueve a considerar la existencia de un protagonista cuyas acciones para desembarazarse de su carga han sido infructuosas o inexistentes, un texto que nos genera la impresión de un personaje que debe lidiar con un peso ajeno y estorboso que por alguna razón “sigue estando ahí”. Sin embargo, quedarse con esta primera impresión es simplificar demasiado las cosas; es aceptar que, cual Sísifo, estamos destinados a ver la piedra rodar cuesta abajo, a ver el dinosaurio aparecer cada vez que despertamos.
Una interpretación más profunda, conlleva analizar, desde un punto de vista moral, dos escenarios distintos: el de la ineficacia de las acciones y el de la ausencia de las acciones.
Los antiguos griegos afirmaban que “la vida es contingencia”, o sea que no sabemos qué nos deparará el mañana ni que nos traerá el destino, pero también decían que las cosas que se alcanzan por medio de la virtud se resisten con mayor fuerza a los efectos del azar, o sea, que a pesar de la incertidumbre de la existencia, sí vale la pena luchar por alcanzar el bienestar. Asimismo, declaraban que el bienestar no corresponde a riquezas materiales, sino a vivir plácidamente a través del goce de placeres puros que son aquellos que una vez consumados no causan pesadumbre ni aflicción.
Es así como luchar contra nuestros dinosaurios se convierte en un imperativo en la vida, en una obligación moral que nos libera del desasosiego de coexistir con aquello que nos empuja al tedio, de aquello que nos importuna y que nos impide gozar de los placeres auténticos. Lo contrario, la inacción ante las vicisitudes de la vida, nos sume en el hastío y la obstinación de unas desgracias que podrían ser más tolerables por el simple hecho de enfrentarlas. Encarrar las dificultades es ya luchar contra el azar y eso no es responsabilidad de nadie más que de nosotros mismos porque es en nuestro fuero interno en donde podemos saber si los obstáculos que nos estorban son tan pesados que se vuelven inevitables, son manejables o son tan livianos que terminamos descubriendo que eran una mera maquinación de nuestra mente.
Habiéndose planteado todas las cuestiones anteriores, sólo basta preguntarse: ¿es usted de las personas que todas las mañanas se asombra de que su dinosaurio siga ahí o es de las que se cuestiona por qué sigue ahí?
Pasar de la inacción a los hechos es ya encauzarse en el camino de la virtud que no es otra cosa que la fuerza necesaria para producir unos efectos deseados.
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