En los caminos subterráneos de New York City (NYC) se mueve otra ciudad. De abajo hacia arriba —con la energía de la clase trabajadora— se da vida a la jungla de concreto en donde muchos y muchas construyen su sueño de un mejor mañana. El metro de NYC es una realidad paralela —o más bien una subterránea— en la cual no alcanza el presupuesto para tapar la desigualdad latinoamericana que gira abrumadoramente rápido hacia las niñas, niños y las mujeres.

Esta vez visité NYC para atender a las Naciones Unidas y la Comisión de la Condición Jurídica y Social de la Mujer (CSW), que nació para ser el mayor órgano de formulación de políticas a nivel mundial dedicado exclusivamente a la igualdad y empoderamiento de las mujeres. Sin embargo, estoy segura de que visité para encontrarme con mucho más que eso.

En mi primer día en metro me encontré con una mujer de apariencia y rasgos latinoamericanos indígenas, hablaba español y vendía chicles y chocolates. Caminaba hábilmente entre la multitud en medio de las rápidas paradas, con maestría cruzaba entre los gusanos de metal llenos de mareas de gente entrando y saliendo

Abajo de NYC, en Filadelfia vimos una niña que jugaba en la isla en una intersección entre calles. Pensamos que estaba sola, pero acompañaba a quien parecía su madre, una mujer de 35 años —máximo— vendiendo en el semáforo algún dulce a los conductores de los carros. En mi camino de vuelta a la ciudad, le compré mango con limón y sal a una mujer mexicana de no más de 30 años, estacionada en mi parada del metro con su puesto hecho de un carrito de supermercado.  Ya esto dejó de sentirse como una excepción.

Caminan niñas y sus madres -latinoamericanas en su mayoría- en las esquinas, recovecos, avalanchas de gentes y reparaciones, vendiendo mango con limón y sal, chocolates o chicles. Se mueven rápido y astutamente, las niñas no se separan de sus madres, saben que deben permanecer juntas. Permanecer juntas ha sido su norte desde que salieron de casa, tal vez desde Venezuela, Honduras o Nicaragua. Cuando se migra, el principio mayor es mantenerse unida al grupo, pase lo que pase. El metro no es la excepción.

Por la frontera de Costa Rica pueden llegar a pasar hasta 2500 personas en flujo migratorio, con destino a Estados Unidos que vienen en ruta desde El Darién u otros lados, en busca del sueño de un mejor futuro. OIM ofrece datos que  dicen que de las mujeres que migran en su mayoría tienen entre los 25 y 34 años, muchas viajan con sus hijos, hijas, parejas o familiares. Ellas buscan mejores oportunidades económicas, un trabajo y una gran parte huye de contextos políticos autoritarios, inestables y en crisis.

América Latina y el Caribe es una de las regiones más desiguales del mundo y -como otras regiones en desarrollo- la pobreza está feminizada. Según la CEPAL,  el 1% de los más ricos se lleva el 21% de los ingresos de toda la economía, el doble de la media del mundo industrializado. Asimismo, en 2022, por cada 100 hombres viviendo en hogares pobres en la región, había 118  mujeres en dicha situación.

Este año la CSW propuso como tema central la eliminación de la pobreza en las mujeres. Esto parece lo indicado, lo apropiado, lo estratégico. Pero no puedo dejar de preguntarme ¿Qué es lo que está pasando en los países que expulsan a la niñez y mujeres jóvenes de esta manera masiva?, ¿Donde se sientan las responsabilidades a los gobiernos que expulsan a la población así, de esta forma?, ¿En qué condiciones viven las personas en sus países de origen para verse obligadas a colocarse en este grado de vulnerabilidad? —y sobre todo— ¿Cómo vamos a transformar la realidad para que esta locura se detenga?

Pertenezco a ese grupo idealista que visualiza la integración y la cooperación regional de América Latina y el Caribe, con el objetivo de construir naciones prósperas, un mejor mundo para todas las personas. Lamentablemente el debilitamiento de las democracias, la desigualdad social, la violencia y el narcotráfico hacen que el rompecabezas sea cada vez más difícil de armar. Encontrar el consenso en nuestra región resulta urgente, tan urgente como dejar de utilizar todos los días de una semana de negociación para acordar el lenguaje aceptado por las naciones, tan urgente como pedir de manera estricta acciones de emergencia para atender la violencia y la pobreza que viven las niñas y mujeres en los países. Tan urgente como incluir a la sociedad civil en generar soluciones cruciales para la igualdad de género. Tan urgente como apurarse.

Como un grito ensordecedor, el día de vuelta a Costa Rica tomé el metro hacia el aeropuerto JFK. Me encontré —en un trayecto de una hora y media— a siete  mujeres jóvenes latinoamericanas vendiendo dulces en el metro, de las cuales tres tenían niñas a su cargo. Entre las niñas, una bebé que parecía tener 2 años, quien dormía en la espalda de su madre.

No sé si ella dormía, soñaba o solo cerraba los ojos para desconectarse del estruendo de los trenes al pasar. Esperemos que su chispa de niña pueda crear mundos distintos y eso le abra la puerta para construir -al lado de su madre- una vida mejor para ambas.

Ilustración: Gabriela Escalante.

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