A modo de continuación (si así cabe llamarla) del primer texto de esta “serie” he decidido ahora dar mi opinión acerca de la crisis de la así llamada “democracia liberal”. No es secreto que este régimen político es uno de los pilares de la civilización occidental al punto de convertirse casi en dogma. Y sin embargo está experimentando una crisis de legitimidad como pocas se ha visto. Al respecto, creo yo, hay más sombras que luces.

No es secreto que la primera democracia de la historia, la ateniense, terminó mal. Lo que empezó como un proyecto político esperanzador se convirtió en una sucesión de demagogos que terminó con una temeraria declaración de guerra a Macedonia, suponiéndose que la muerte de Alejandro Magno debilitaría a su legendario ejército. Craso error, dado que llevaría a la polis de la filosofía a perder su libertad y convertirse en una oligarquía. El filósofo espartano Licurgo ya se había burlado de la idea al decir: “empiece por su propia familia”. Un enfoque, a decir verdad, simplón (pero era una racionalización para defender el régimen espartano, una especie de monarquía parlamentaria militarista).

No hace mucho tiempo, un internauta chino me cuestionó las razones por las que yo creía que la monarquía de su país había caído. Si bien las redes sociales rara vez son una fuente de información seria, el tipo me echó en cara una gran verdad: el ascenso al poder global de occidente y el auge de la civilización europea tuvieron que ver más con el imperialismo y la obtención de recursos que sustentaron regímenes más o menos autoritarios que con una idealización política que luego quedó grabada en la declaración universal de los derechos humanos.

Tampoco es secreto que posterior a la revolución francesa (que en un principio falló en establecer un gobierno estable) las monarquías europeas trataron lo mejor posible de derrocar al ascendente dictador Napoleón. Más que cualquiera otra cosa, les incomodaba lo que él representaba: republicano o tirano, era un advenedizo que amenazaba con desestabilizar las estructuras de poder establecidas y quitarles a las familias imperiales sus apreciados tronos; el resto es secundario. Cierto es que su gobierno fue un tipo de mal necesario: Francia ocupaba dejar atrás el Ancien Règime de tiempos de la monarquía para darle paso a instituciones republicanas.

Irónicamente el golpe de gracia para la mayoría de los regímenes monárquicos que quedaban vino por su propia mano: la I Guerra Mundial. Mucho se ha especulado acerca de las posibilidades que habrían surgido en caso de tener un desenlace distinto, después de todo el Imperio Alemán tenía en aquel entonces el mejor ejército terrestre del mundo, pero no la supremacía naval y ese terminaría siendo un factor decisivo.

Michael Hudson, autor del polémico libro “Killing the Host” defiende la idea de que la economía alemana de aquel entonces era la más avanzada, puesto que se daba crédito mayoritariamente a la industria, mientras que otras potencias daban crédito al “comercio” (que en aquella época era una expropiación de sus colonias). Según él, en caso de haber sido victorioso el susodicho imperio la economía habría evolucionado hasta convertirse hoy en día en una economía lúdica, con pocos trabajos pesados.

Por otra parte, me suscribo a quienes piensan que probablemente una victoria alemana habría atrasado la llegada de movimientos como el de los derechos civiles o la emancipación de muchas naciones.

Especulaciones aparte, el resultado de la I Guerra Mundial se trajo abajo tres monarquías y si bien dejó bastante en paz a las élites de turno, los imperios que quedaban terminaron de colapsar en el desquiciamiento de la segunda, forzando a los alemanes a renunciar a sus ambiciones globales, pero también a mediano plazo a los ingleses y franceses a ceder sus dominios. Fue entonces cuando se dio la edad de oro del capitalismo y Estados Unidos aprovechó el momento no sólo para convertirse en la primera potencia sino para darle una calidad de vida sin precedentes a (la mayor parte de) su población. El deterioro de las condiciones de vida de las últimas décadas y la concentración de la riqueza nutren una nostalgia que Donald Trump convirtió en un eslogan: Make America Great Again, cuyo acrónimo MAGA ha sido bastante satanizado.

Hacemos un “fast forward” y llegamos a los tiempos actuales en los que el empeoramiento de las condiciones de vida de la clase media ha llevado a muchos a coquetear con aspirantes a caudillos, extremismos ideológicos y un cuestionamiento de los principios democráticos. Por otra parte, en el ámbito geopolítico Occidente cosecha lo que siembra: el imperio británico empujó el antiguo régimen imperial chino al colapso con la guerra del opio y esa debacle a largo plazo originaría la China comunista, aunque eso es más un capitalismo gestionado por el estado; el colapso de la antigua URSS al darse de manera un tanto precipitada trajo un periodo de inestabilidad en Rusia que a su vez se tradujo en el ascenso de los oligarcas y Vladimir Putin (yo suscribo la idea de que más que asistencia, occidente debió haber dado una guía de acatamiento obligatorio a esa transición a cambio de ayuda).

Vivimos tiempos oscuros para nuestra democracia que requerirán reformas estructurales en cada país. Si se apuesta por una mayor concentración de la riqueza (a lo cual me parece que inexorablemente llevan las ideas libertarias) entonces nos espera un destino igual o peor que el de Atenas.

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