El título del presente artículo tiene su origen en la novela Eso no puede pasar aquí, escrita en 1935 por el autor estadounidense y ganador del premio nobel de literatura Sinclair Lewis. En resumidas cuentas, el libro trata sobre el ascenso al poder de un presidente populista que captura la desesperación y la rabia sentida por el pueblo norteamericano luego de la crisis económica de 1929, prometiendo durante su campaña transformaciones radicales inmediatas y un retorno a valores tradicionales. Una vez sentado en la cima del Poder Ejecutivo, el presidente lleva a cabo un autogolpe de estado y establece una dictadura totalitaria.

No se necesita ser un experto en historia para deducir que el autor toma fuerte inspiración de los regímenes totalitarios característicos de su tiempo para modelar la hipotética dictadura estadounidense, fue perspicaz en su reconocimiento temprano de la Alemania Nazi con Adolf Hitler a la cabeza como una amenaza para cualquier nación amante de la libertad y el peligro que su sistema político significaba para países susceptibles a caer en liderazgos carismáticos, alimentado por la inestabilidad y el sufrimiento económico de sus pueblos.

Desde la publicación de su magnum opus, Lewis ha sido elogiado en innumerables ocasiones por sus dotes premonitorios, tanto a nivel contemporáneo como analizados en retrospectiva. Su contribución no fue constatar la relación entre la turbulencia económica y el avance del fascismo —aunque sí jugó un rol fundamental en su popularización— ya que varios politólogos y economistas le habían ganado la carrera, tampoco fue el primero en decir que el fascismo era una amenaza para la democracia y la humanidad. Lewis tiene el honor de haber obligado al pueblo estadounidense de la entreguerra a ponerse en los zapatos de un alemán perseguido por la Gestapo, a sentir en su propia piel el horror de un italiano siendo vapuleado a plena luz del día por las camisas negras, a no pensar en la democracia como algo que se da por sentado, sino como un privilegio que se puede perder en una serie desafortunada de descuidos casi imperceptibles.

Aunque no es desarrollado explícitamente en la novela, ni en la mayoría de críticas positivas o negativas hacia ella, considero que Lewis la utiliza como un vehículo para atacar el excepcionalismo estadounidense preponderante en su época, que desestimaba la posibilidad  de un auge fascista en territorio norteamericano debido al supuesto amor intrínseco de su ciudadanía por la libertad y la democracia. Cuando se habla de excepcionalismo aplicado a una nación en específico, generalmente se refiere a la creencia de que esta es excepcional o única entre todas las demás debido a una multitud de razones que usualmente tienen que ver con su historia y sus características percibidas; no aplican para ella las mismas reglas o condiciones que dictan el comportamiento del resto de países.

En el caso estadounidense tiene sentido que el sentirse excepcional contribuya a desestimar miedos sobre un futuro autoritario, los norteamericanos cuentan con una amplia variedad de creencias en su imaginario colectivo que evocan sentimientos de apego hacia conceptos borrosos de libertad, los cuales se manifiestan en imágenes de revolución contra la tiranía inglesa, la expansión hacia el oeste y otros eventos históricos. Tomando en cuenta los desarrollos políticos recientes sucedidos en los Estados Unidos, entre los que se destacan la preferencia por líderes populistas y la polarización radical entre dos mitades de su población, tocará ver si la aversión al fascismo que caracterizó la época de Lewis se mantiene o se va debilitando con el paso del tiempo.

Nosotros como costarricenses no estamos salvos de caer en falacias similares cuando decidimos pensarnos a nosotros mismos y a nuestra historia. La excepcionalidad costarricense no es un fenómeno estudiado con tanto esmero en el ámbito académico, pero su existencia es más que evidente para cualquier persona que haya experimentado un curso de educación cívica en el colegio. Costa Rica renació como un ave fénix entre las cenizas de la Guerra Civil de 1948 para convertirse en una democracia modelo e inquebrantable, una nación amante del trabajo y la paz, radicalmente diferente al resto de América Central y América Latina, dictan los libros de texto y los profesores.

Al igual que los Estados Unidos, también tenemos un conjunto de imágenes al que le achacamos este sentir: la fotografía de José Figueres Ferrer presumiendo su mazo, dichosa la madre costarricense que sabe que su hijo al nacer jamás será soldado, la Caja Costarricense de Seguro Social, los tratados de Esquipulas y un larguísimo etcétera. A veces nos dejamos llevar por el gusto de estas mieles, fuentes legítimas de orgullo, y nos dejamos mirar por encima del hombro a nuestros hermanos latinoamericanos, específicamente los de América Central, que cualquier aficionado a la historia sabrá han sufrido horrores y tragedias inimaginables de los que, entendiblemente, no han terminado de sanar.

Afirmo que este momento es ideal para tomar consciencia, sumidos en un entramado político desalentador que no necesita introducción ni desarrollo y con las elecciones del 2026 como frontera visible, sobre el daño que nuestra propia arrogancia le está haciendo al país que compartimos y por cuya seguridad debemos velar. Porque si soy sincero, me aterra un futuro en el que nos sentemos a esperar, y comprobemos por nuestros propios medios, si de verdad eso no puede suceder acá.

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