He de aceptar, en primer lugar, que este texto (o parte de) tiene como primer defecto y limitación mi propia ignorancia. Ciertamente mi formación profesional no pertenece al ámbito de las ciencias sociales, pese a lo cual siento la necesidad de referirme a las múltiples manifestaciones de algo que atraviesa fronteras y parece permear todas las esferas de la vida en nuestros tiempos: el auge de las posturas viscerales, la confrontación y el dogmatismo.

“Antaño” (entiéndase de la primera década del siglo XXI para atrás) se asumía que, en el debate público y la toma de decisiones, sobre todo en el alto nivel, se haría por lo menos el esfuerzo de contrastar opiniones e informaciones, diferentes versiones de algo y se tomarían decisiones razonadas. Algunos llaman a esto “estructuralismo”. Sé muy bien que en épocas anteriores quizás había mayor control sobre los medios por parte de los poderes fácticos, otra cosa es si el auge de los medios independientes ha servido para crear una ciudadanía más racional e imparcial. He de aceptar que el primer desafío será redactar un texto coherente haciendo referencia a muchos fenómenos diferentes, encima bastante complejos.

Empezaré haciendo una referencia al pasado. Hace pocos días salió una noticia acerca de un discurso del papa Francisco criticando la así llamada “ideología de género” (pienso que esto es un neologismo) principalmente porque negaba o pretendía borrar las diferencias entre hombres y mujeres. Lo más interesante para mí no era eso, sino que él hacía referencia a una novela distópica llamada Señor del Mundo (original en inglés, The Lord of the World). El autor de dicha obra es un personaje en sí mismo, Robert Hugh Benson, hijo del Arzobispo de Canterbury (en la iglesia anglicana no se sigue el celibato) y convertido al catolicismo. Husmeando en internet leí que dicho autor había profetizado en su novela de 1907 muchas cosas como las autopistas, la igualdad de género (según él extrema) entre hombres y mujeres y los viajes por aire (no en aviones sino en vehículos parecidos a zepelines llamados por él “volors”).

Hasta aquí todo parecía ser casi profético (no será el único autor considerado visionario, puesto que en eso hacen competencia Julio Verne y Aldous Huxley, entre otros). Pero rápidamente me enteré de las contrapartes, o debería decir puntos flacos de la obra. Debo admitir que aún me falta mucho por leer del libro, pero he aquí mis objeciones hasta el momento:

  • El autor asume que, para nuestros tiempos, el colonialismo no sólo estaría vigente, sino que el mundo estaría repartido en tres grandes trozos: la República de América gobernada por Estados Unidos que abarcaría todo el territorio del continente, el Imperio Europeo que seguiría abarcando África y el Imperio Asiático que incluiría todo lo demás partiendo de los montes Urales. Ciertamente es fácil criticar a alguien que vivió antes de las dos guerras mundiales (y no las vio venir) pero hay algo mucho más interesante: el autor no solo prevé un dominio inexorable de unos pueblos sobre otros sino también parece asumirlo como algo casi natural, sin importar el concepto de soberanía (aunque sí critica los ataques al patriotismo). Cosa curiosa, se imaginó que el Imperio Inglés perdería la India y Australia en una guerra a causa de la influencia de Estados Unidos.
  • Pronostica, erróneamente, que en un momento dado la práctica totalidad de cristianos serán católicos aunque serían reducidos a una minoría dentro de occidente, obviamente todo esto visto desde una óptica conservadora.
  • Responsabiliza a los “comunistas”, considerando como tales al Partido Laborista inglés (que al día de hoy es con costos una socialdemocracia) de casi todos los males del mundo y no hace una clara distinción entre comunismo y socialismo (ya me imagino la cara que podrían Marx y Bakunin si les dijeran que ambos son lo mismo).

Entonces de repente se desinfla la profecía: la novela en cuestión es una distopía pensada desde una posición conservadora que considera inevitable el colonialismo y la dominación y aboga por la necesidad de una autoridad absoluta, simbolizada por el papado. A principios de siglo XX había aún pocas mujeres profesionales y sin embargo había preocupación por la difuminación de las diferencias entre los géneros. ¿Tan difícil es admitir que hay diferencias a nivel fisiológico y psicológico entre los sexos sin envenenar el debate político? Yo podría pensar que la cuestión “trans” se podría resolver de la siguiente manera: quien sea transexual que no lo oculte, sea honesto y se lo diga a una potencial pareja y si quiere participar en deporte que se defina una categoría específica (ya ha habido fuertes polémicas respecto a la ventaja de las mujeres trans en competiciones). Cierta vez le escuché decir a un socialista que esta cuestión puede ser una distracción para desviar la atención de asuntos sociales más importantes y desde entonces lo sospecho.

Basta con echarle un vistazo a la historia para darse cuenta de lo falsa que es la infalibilidad papal y cuántas veces se han cometido errores y atrocidades en nombre de Dios y lo sagrado. No es secreto que el celibato fue producto de una cuestionable discusión en su momento. A ese respecto quisiera citar un artículo de opinión publicado en el 2014 titulado “Bienvenidos al Panteón”. El autor hacía referencia al libro de Erich Fromm “Anatomía de la Destructividad Humana”. En resumidas cuentas, dice que los peores crímenes y abusos contra la humanidad ocurren cuando una institución se autoproclama dueña de la verdad, infalible, incontestable, definidora de lo bueno y lo malo, lo verdadero y lo falso. No puedo estar menos que de acuerdo. Pero lo dejo aquí y seguiré después, creo yo, con asuntos todavía más espinosos.

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