El prestigio, una condición moral acaso difícil de sistematizar y, especialmente, arduo en ampliar y mantener en el tiempo. Desafiar el statu quo y hacerse un nombre a partir de la revolución, es una tarea que, extrapolando la filosofía del poder de Foucault, enfrenta los ‘dispositivos de poder’. Estos mecanismos legítimos aprovechan la ocasión para silenciar, reprimir, ridiculizar y desplazar al ostracismo moral a toda persona que se atreva a modificar una situación que, a todas luces, no es pragmáticamente provechosa.

Dicho acto implica previamente, en consonancia con el mismo filósofo, ‘vigilar y disciplinar’ por medio de las ‘normas sociales’ imperantes, ya que fungen como mecanismos de ‘control’. Todo discurso contrario y toda acción tendiente a procurar hacer cambios en una estructura política, social, y en cualquier otra, nunca es una tarea fácil.

Las ideas de la mayoría son casi siempre el mayor enemigo del cambio. Cuestionarlas y ponerlas en tela de juicio bajo la lupa de la filosofía a veces implica ‘cavar la propia tumba’. En el ámbito personal, probablemente, hay dos elementos preminentes para conducir a una persona a ese estado: el fenómeno de la envidia y el poder de influir demagógicamente en la opinión de los demás.

Cualquier clase de ‘desviación’ casi siempre desafía las expectativas (‘normas sociales’) y atrae la atención. Aquellos que perciben poder, reconocimiento, éxito y privilegios a partir del statu quo normalmente contrarrestarán (envidia) cualquier discurso revisionista mediante los mecanismos de ‘control’ legitimados por las ‘normas sociales’.

Quien se atreva a ‘cambiar las reglas’ —a pesar de que sus aspiraciones sean virtuosas y revelen que el cambio es una necesidad apremiante— será ‘controlado’ y ‘disciplinado’ por medio de las ‘normas’ imperantes, las cuales rezan que ‘si actuás de tal forma, serás sancionado’. ¿Es esto disciplina? Desde luego, pero solo en función de meras palabras, lo cual es la esencia de la ley.

Por consiguiente, los individuos que ‘vigilan y disciplinan’ por medio de las ‘normas sociales’ a veces pueden ‘maquillar’ su virtud (aparentar ser vistosos) gracias a que la forma en cómo está ‘configurada’ ley impide que pierdan sus privilegios y el poder que emana de estos. Sin embargo, acaso sus pensamientos y voluntad no sean en lo absoluto loables.

Sea que surtan efecto o no las dinámicas propias del fenómeno de la envidia, el segundo elemento tiene el poder casi definitivo para ‘restaurar’ a toda persona de espíritu revisionista: la capacidad de influir demagógicamente en la opinión de los demás. Lo cual se perfila como un atentado contra la ‘libertad’ y la ‘autenticidad’.

Cada vez que cualquier persona decide creer una afirmación o pensar de manera concordante con otra, se despoja de su ‘autonomía’, pierde la capacidad de establecer sus propias conclusiones. Enajena su voluntad por motivos vacuos como la simpatía que percibe por quien intenta o logra seducirle con su discurso.

Esta valoración existencial cualquiera puede reconocerla e incluso puede considerarla trivial, empero, cuando algunas personas actúan bajo la presión de las pasiones, difícilmente lo recuerdan y ceden su ‘libertad’ y ‘autenticidad’ para ser moldeadas por otros. El daño moral que reproduce esta clase de conductas es impredecible.

Los errores morales en los que puede incurrir una persona que es víctima de esta clase de presiones sistémicas tienen el potencial para socavar su reputación, que es el objetivo final de aquellas personas que las ejercen. No obstante, la redención personal tiene el poder de contrarrestar este resultado.

Actuar de manera inversa genera mayores réditos que la confrontación. En palabras de Rawls, y extrapolando sus conceptos, se necesitan dos elementos para mitigar los efectos nocivos de la envidia y la influencia demagógica: el ‘velo de la ignorancia’ y la ‘posición original’.

Por el primer concepto, se alude a que los sentimientos de envidia tienen su origen en las diferencias. Quien ejerce poder por medio de dichas dinámicas toma decisiones éticas basadas en sesgos personales. En cambio, el ‘velo de la ignorancia’ sugiere omitir conscientemente las diferencias, fomentando indirectamente la cooperación.

De esta manera, se conserva la ‘posición original’, que significa actuar basado en principios equitativos. Esto reduce las consecuencias de la influencia demagógica, ya que, al tener una opinión equilibrada sobre cualquier persona, se evita entrar en la espiral de ser persuadido a ceder la evaluación personal en favor de los prejuicios de otra persona.

Reconocer estas acciones no solo es un acto de discernimiento, sino también un imperativo ligado a un principio fundamental de justicia. La redención personal siempre es un acto consciente de corrección y mejora que demuestra y pone al descubierto la injusticia de aquellos individuos que buscan dañar la reputación de otro bajo la apariencia de conductas loables, quienes asimismo encubren su deseo insaciable de asegurar una posición de privilegio y poder, sacrificando la integridad moral.

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