Has danzado treinta años con pies de lava y sueños líquidos, entre ansias famélicas y espejos rotos. En la certeza efímera y la duda constante, no hay nada más humano que seguir equivocándose.

No suelo pensar que la vida tenga tiempos predeterminados. La edad, como conteo, es simplemente una estructura lineal que damos a la evolución biológica humana, más no quiere decir que haya causalidad entre el paso del tiempo y el crecimiento personal. Aun así, también considero que llegar a cierta edad y no haber al menos tenido una introspección profunda es una irresponsabilidad hacia el ser; honestamente, lo considero una forma de menospreciar la vida.

Digo lo anterior porque recién cumplí treinta años. De repente, un hito importante para mi generación “milenial”, pues representa la última o casi última clase de la generación. Ya no hay juventud milenial, ahora entramos a la edad de adultos, no tan jóvenes. Como hijos del existencialismo, por supuesto que esto causa toda una crisis personal. Entre la encrucijada de vivir tiempos convulsos externos y el entendimiento propio, el sentido de la vida, la adultez, el dinero, las relaciones amorosas y familiares… solo parece que la crisis va a agudizarse.

Y es que el mundo parece estar al borde del colapso (otra vez). Una guerra se siente inminente o al menos completamente plausible. El populismo volvió al trono dorado junto a los discursos polarizantes e intolerantes. La comunicación y el intercambio de ideas políticas y valorativas que nuestra generación ha defendido han fallado de manera estrepitosa. Nos seguimos gritando, peleando y matando... solo que ahora somos más tecnológicos. Es una época donde reviven los viejos resabios de dominación: fuertes contra débiles, ricos contra pobres, buenos y malos… Es toda una broma dicotómica que no parece tener fin.

Esta maraña de acontecimientos hace cada vez más difícil sentir empatía por las situaciones ajenas. El caos exterior alimenta la convulsión interna. Ya de todas formas, existir es algo agotador. El pesimismo alimenta la apatía; la sobrecarga de información hace que esta realidad sea demasiado complicada como para atender necesidades que no sean las propias. A pesar de vivir en una posmodernidad donde los valores democráticos y colectivos se priorizan (por tanto, la empatía), paradójicamente también se exalta casi de manera enfermiza la hiperindividualidad (como lo llama Lipovetsky). El individuo es el centro del mundo, los enfoques estoicos y hedonistas impulsan el control y el placer interior ante lo incontrolable de lo externo. Ya no hay causas mayores, sino causas internas.

A nivel personal, no puedo dejar de pensar que, entre más pasa el tiempo, me preocupa más la autoconservación que lo que sucede con “el mundo”. Ese mundo adulto tan abrumador e inevitable. El cinismo se apodera de mí. A veces me pregunto: ¿para qué me molesto en escribir? ¿En realidad, qué sentido tiene cualquier otro acto que no sean de sobrevivencia? ¿Realmente alguien lee lo que escribo? ¿Escribo para mí o solo porque el ego me lo exige? Una inteligencia artificial lo podría hacer mucho mejor. No he dicho nada nuevo ni importante, en realidad, son solo observaciones tan trilladas que las podría escribir el pensante más básico. Una máquina sería más creativa, más congruente y cometería menos errores. Estoy seguro de que ni el lector ni yo notaríamos la diferencia. ¿Para qué molestarnos?

Más hemos pasado 30 años molestándonos. 30 años en este conflicto, de manera consciente o inconsciente… A pesar de saber que la congoja parece que no va a desaparecer, henos aquí contemplando la existencia. Aun sabiendo que vamos a seguir equivocándonos, vamos a seguir viendo el mundo arder y vamos a seguir sufriendo… A pesar de todo esto, despertamos con la esperanza de que las cosas, de alguna manera, van a mejorar.

Aquí se identifican dos elementos que nos permiten tener esa introspección personal. El primero es entender que soy parte del mundo y no algo aislado a él. No existe un “yo” sin mis circunstancias (como dicen por ahí en España). Arrojado como ser consciente, casi milagroso, pero a pesar de esto “naturales”. Somos parte ontológica de la existencia, por tanto, sometidos a su aleatoriedad, a las desgracias, caprichos y beneficios propios de esta. Como un hecho en el mundo, tenemos limitaciones, pero también el potencial de ser un ente en constante construcción; somos íntegros a él.

El segundo elemento, menos racional y más emotivo, es justamente la esperanza. La esperanza en la construcción del ser. Una esperanza en que las cosas resultarán de la mejor manera, aun cuando no sea lo que queramos. Más ello debe acompañarse de la responsabilidad hacia el yo. Si los veinte fueron la etapa de descubrimientos, transiciones y arrepentimientos, que los treinta sean la etapa de dignificar esa experiencia vital (en palabras de Jake el perro). Por supuesto, vamos a seguir equivocándonos, con la sutil ventaja de que nos tropezaremos con dignidad. Más esto debe ser una decisión consciente.

Hemos llegado hasta aquí. Mira todas las veces que has perdido, equivocado y fallado… y aun así sigues vivo. Has alcanzado grandes cosas, no hay que minimizarlas, aunque la cabeza nos diga lo contrario. ¿Cuántos no matarían por otra oportunidad de vivir? Y, aun así, hay gente que se preocupa tan solo en respirar… No… Me parece ofensivo para quienes no pudieron tan siquiera tener esta oportunidad. Autoafirmarse, dignificarse y encontrar esa responsabilidad de significancia es el imperativo primario de vivir. No podemos vivir sin fundamento, porque la muerte llega sin avisar. Quéjate todo lo que quieras, pero asegúrate de levantarte, porque mientras sigas aquí, vivir sigue siendo tu mayor responsabilidad.

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