Hace algunas semanas tuve la oportunidad de visitar el Museo del Holocausto de Illinois, un espacio dedicado a conmemorar a los millones de seres humanos asesinados por el régimen nazi, primero en Alemania y luego en los territorios ocupados por Alemania entre 1939 y 1945 por profesar el judaísmo o simplemente por descender de judíos. Aunque ciertamente hubo otros genocidios terribles durante el siglo XX, el exterminio de los judíos europeos asombra por el grado de planificación y de ensañamiento que tuvo. El genocidio de los judíos no fue algo que se decidió de un día para otro, sino que fue la consecuencia lógica de una ideología totalitaria que se sustentaba en el chauvinismo exacerbado, en el revanchismo, en el racismo, pero sobre todo en el odio ancestral que existía desde la Edad Media en Alemania y en general en Europa hacia los judíos: el antisemitismo.

En Moisés y la religión monoteísta, una de sus últimas obras, Sigmund Freud, quien se enorgullecía de su origen judío, subrayaba que el antisemitismo se diferenciaba de otras manifestaciones de xenofobia por su duración y por su intensidad. ¿Cómo se explica —se preguntaba el médico vienés— que durante tantos siglos los europeos hayan perseguido, expulsado y asesinado a sus vecinos judíos? Un odio tan antiguo, decía Freud, debe tener su origen en pulsiones agresivas irracionales reprimidas durante siglos que emergerían en situaciones de crisis e incertidumbre, como la que existía en la Alemania de los años 30.

Desgraciadamente, y contrarío a los que muchos creen, el antisemitismo no ha dejado de existir. En el mundo de la posverdad, las redes sociales le han dado voz a los nuevos antisemitas, quienes ahora dirigen su odio en especial hacia ciertas figuras, como George Soros, o hacia entidades como el Estado de Israel. En su visión burda y caricaturesca, Soros es el responsable de todos los males de la civilización occidental, desde las migraciones masivas hasta la “ideología de género”, ese hombre de paja imaginario construido por algunos para satanizar todo lo relacionado con los derechos de los grupos LGBTI.

Del mismo modo, los nuevos antisemitas satanizan cualquier acción del Estado de Israel y reducen la enorme complejidad del conflicto árabe-israelí a una burda lucha entre malos y buenos en donde los israelíes siempre son los villanos opresores y los árabes siempre son las víctimas oprimidas, como si Israel, al igual que cualquier otro Estado reconocido en el Derecho Internacional, no tuviera el derecho legítimo de defenderse cuando es agredido. Muchos de ellos niegan ser antisemitas, pero se declaran abiertamente “antisionistas”, como si el solo hecho de negar el derecho de los judíos a tener su propio Estado no fuera ya de por sí una manifestación de odio hacia esa comunidad.

En tiempos de incertidumbre y de crisis como los que vivimos hoy, debemos denunciar a los predicadores del odio, y entre ellos sobre todo a los nuevos antisemitas.

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