El aumento en criminalidad que viene experimentado nuestro país en el último año sin duda alguna ha producido alarma en gran parte de la población, que con justa razón se siente insegura en el diario vivir. Sin embargo, esto también ha llevado a que muchos dirijan esa frustración hacia el lugar equivocado, rasgándose las vestiduras con cualquier causa penal en la que se dicte una sentencia absolutoria y arremetiendo contra los jueces, aun sin conocer a fondo ningún detalle del expediente judicial o de las pruebas que hayan sido recibidas en el debate, y a pesar de que no exista relación alguna entre las resoluciones judiciales y las causas del incremento en la delincuencia.

Esta indignación colectiva automática ante los resultados de casos de los que no se conoce nada tiene su origen en la equivocada noción de que el fin del proceso penal es encarcelar, y por ende bajo esa premisa cualquier resultado distinto a la condena de todo imputado es visto como un fracaso del sistema de justicia.

En realidad, el fin del proceso penal es garantizar que se juzgue a los ciudadanos respetando el debido proceso y los derechos fundamentales, sin importar si el resultado es una condena o una absolutoria. A los jueces no les puede ni les debe interesar el resultado final de la causa, ya que solo se ven vinculados por las pruebas del caso y la ley, y en el momento en que se interesen por un determinado desenlace pierden la imparcialidad y la investidura, y deja de existir justicia.

En el contexto de este discurso del “enemigo” muchos entienden la cárcel como un castigo diseñado para “los otros”, propio de un mundo distante en el cual ellos jamás podrían llegar a verse inmersos.

Sin duda alguna existe un estereotipo del delincuente, construido en buena medida a partir del constante bombardeo en redes sociales de noticias de los sucesos más violentos, que lleva a gran parte de la audiencia a pensar que ese tipo de crímenes son la regla y que ellos jamás llegarían a ser imputados en un proceso penal, porque “el que nada debe nada teme”. Es así como se crea una división ideológica entre los “buenos” (el público que se piensa incapaz de delinquir o de verse involucrado en un proceso penal), y los “malos” (los otros, los imputados que con solo estar sentados en el banquillo de acusados son vistos como automáticamente culpables en el imaginario social). Esta errónea concepción permite a muchas personas sentirse cómodas criticando la defensa de las garantías fundamentales pensando que nunca les serán violentadas las suyas.

Pero la realidad es que hoy en día, con la amplia gama de delitos y leyes especiales de corte autoritario que existen en nuestro ordenamiento -y con la ligereza con la que muchas veces el Ministerio Público formula sus acusaciones en ciertos casos mediáticos respondiendo al clamor popular-, es sumamente fácil para cualquier persona inocente verse injustamente implicada en un proceso penal y ver sus libertades fundamentales amenazadas o vulneradas, producto de errores judiciales o arbitrariedades cometidas en la investigación. En ese contexto, los que nada deben son los que más deben de temer.

El poder punitivo es selectivo, y ninguno de nosotros es inmune a él. Por eso, antes de saltar a condenar a priori ante cualquier caso, haríamos bien en recordar que los derechos y garantías fundamentales buscan protegernos de los abusos de poder a todos los ciudadanos por igual, y que aquellos que critican y menosprecian esas garantías son frecuentemente los primeros que las reclaman y exigen que les sean respetadas cuando el sistema se vuelve en su contra y se encuentran en la necesidad de defenderse.

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