Las crisis ecológicas contemporáneas también son crisis de creatividad.

Hace algunas semanas, hice una publicación en la red social Facebook, en la que me refería a tres especies de mamíferos silvestres como interlocutores en el proceso de investigación que realizo actualmente, como parte de mis estudios de doctorado.

Una de las personas que interactuó con el contenido fue mi profesora de universidad mientras cursaba el grado en una carrera de ciencias sociales, en la primera década de este siglo. Ella escribió más o menos lo siguiente: “Luego me contás de las entrevistas a profundidad con estos seres”.

Esas palabras pueden tomarse de modos distintos. En cualquier caso, la intencionalidad parece ser la misma. Esto es: generar suspicacia en relación con la posibilidad real de establecer una comunicación efectiva (y afectiva) con seres no humanos.

Debo confesar que ese comentario se quedó dando vueltas en mi cabeza desde entonces; sin embargo, no resultó para nada improductivo, ya que me ayudó a pensar en otra serie de elementos, en los que quizás no había puesto la atención suficiente. Quiero plantear algunas ideas a ese respecto en este espacio.

En primer lugar, uno puede tomarse la licencia de recrear una caricatura, si bien se corre el riesgo de que la reflexión de fondo se vacíe de toda criticidad. Aun así, me parece que se trata de un punto de partida válido. Pongamos como ejemplo el mapache.

Es probable que la imagen que vino a la mente de la profesora haya sido la siguiente:

Luis va de visita a un territorio rural. Después de ingresar en una finca, toma asiento junto al señor mapache y su familia, en la parte trasera de una bodega de agroinsumos (la tarde está soleada, y los mapaches-niños corretean en una colina cercana). Luego del intercambio formal de saludos, acerca la grabadora al hocico puntiagudo de ese participante tan curioso, y le pregunta cuál es su opinión sobre las razones por las que los humanos consideran que su especie tiene un potencial invasor alto”.

Es evidente que esta parodia expresa en alguna medida la ironía que subyace al hecho de — siquiera suponer — realizar “entrevistas a profundidad” a mapaches. Eso fue justo lo que la profesora me dio a entender.

No obstante, en ello hay aspectos que revelan el estado en que se encuentra el pensamiento ecológico en el país. El antropocentrismo que continúa imperando en nuestra academia, incluso en las escuelas de ciencias biológicas y ambientales (fuertemente influidas por la tradición occidental-europea), nos lleva a interesarnos más en aquellos relacionamientos multiespecie instrumentales/instrumentalizados; que están marcados por la retribución de un valor comercial, el reconocimiento de un cierto carisma, o la simple antropomorfización.

Si tuviera la oportunidad de dar una respuesta articulada a la profesora, quizás es lógico comenzar diciendo que no se trata de la imposibilidad del lenguaje (no humano). Está fuera de toda duda que los seres no humanos tienen la capacidad de comunicar/se.

Por supuesto, una posición segura es asociar el lenguaje con el pensamiento simbólico (exclusivo de los humanos, hasta donde sabemos) y, a partir de ahí, suponer que la habilidad semiótica solo está presente en nuestra especie. Pero esto es parte del llamado “mito de la excepcionalidad humana”, que ya está siendo superado en muchos ambientes de producción de conocimiento.

En un estudio reciente, la investigadora Itzhak Khait y sus colegas concluyeron que las plantas sienten y lloran, y que algunos animales pueden oírlas. En Finding beauty in a broken world, la escritora Terry Tempest Williams relata un intercambio de comunicaciones que mantuvo con Constantine Slobodchikoff durante la preparación del libro.

Slobodchikoff es un biólogo, cuya investigación se ha enfocado en el perrito de la pradera, la especie Cynomys gunnisoni en particular. Los trabajos que Slobodchikoff y sus pupilos han publicado a lo largo de las últimas décadas brindan información detallada sobre el complejo lenguaje de la especie, a tal punto que el investigador y su equipo identificaron lo que podría denominarse como “dialectos”, que varían entre diferentes poblaciones; y la capacidad de incorporar palabras nuevas para denotar contingencias y circunstancias a las que deben enfrentarse por primera vez los grupos de individuos que comparten un territorio.

En esas investigaciones ocurre un giro epistemológico importante, al pasar de un presupuesto metodológico centrado en “pensar sobre” a otro muy distinto, que se basa en “pensar con”. En ese sentido, el lenguaje multiespecie no se refiere tanto a la búsqueda de un intercambio verbal, por medio de la traducción/conversión de vocalizaciones y de otros sonidos animales a constructos humanos.

En cambio, está asociado a la inquietud existencial por “sintonizar” con las presencias otras-que-no-humanas, y con el desarrollo de lo que Vitellone, Mair y Kierans, conceptualizan como “el arte de la atención”. Ese tipo de planteamientos tiene implicaciones políticas importantes de cara a las crisis socioecológicas, climáticas y sanitarias actuales; ya que hace emerger una multiplicidad de mundos más-allá-de-lo-humano, de los que sabemos poco o casi nada.

Por ende, la discusión que deberíamos estar (man)teniendo en el momento presente debe centrarse más bien en la necesidad de ampliar los marcos de interlocución más-que-humanos, para regresar la voz a aquellos seres que hemos silenciado durante mucho tiempo. Lograr esto sin caer en una suerte de ventriloquía condescendiente forma parte de la agenda de investigación impulsada por los campos emergentes de las humanidades ambientales y los estudios multiespecie.

En La transparencia del mal, Jean Baudrillard denunció que la posibilidad de la metáfora estaba despareciendo. Tener la destreza de pensar (con) las crisis ecológicas actuales en términos metafóricos — y más que metafóricos —, significa reconectar con la potencia de nuestras capacidades inventivas e imaginativas. Interesarse por el llanto de una flor es parte de una sensibilidad empírica en la que, además de la razón y el intelecto, también se involucran emociones y sentimientos.

Más importante aún, es reconocer que esos otros-que-no-humanos también son organizadores de narrativas. Las historias contadas por esos seres importan tanto como las nuestras, porque todas son parte de la red de vínculos que mantiene unida a la vitalidad de la Tierra.

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