Costa Rica enfrenta la que, posiblemente, sea la crisis de criminalidad e inseguridad ciudadana más seria de su época reciente. Los datos son contundentes: 2022 fue el año con más homicidios en la historia (656) y, durante 2023, la tasa de homicidios se sitúa por encima de los dos diarios, lo que permitiría romper ese récord con facilidad. La tasa de homicidios por cada 100.000 habitantes ha superado, con creces (11,4 en 2015 y 12,6 en 2022, fluctuando entre los 11 y 12 puntos en los años intermedios) la media de los países miembros de la OCDE (2,6).
La respuesta oficial del Gobierno de la República ante este fenómeno criminal en crecimiento ha sido condensada en un plan denominado “Costa Rica Segura”. Las medidas que forman parte del plan (que no reúne los requisitos, en mi criterio, para llamarle una política pública en materia de seguridad) y que se anunciaron el 19 de abril se centran en la modificación de los horarios de la Fuerza Pública (en lo que rápidamente el Gobierno retrocedió ante la protesta de un sector importante de la policía), la compra de patrullas, y la aprobación de proyectos de ley que incluyen la extradición de costarricenses solicitados por autoridades extranjeras, cambios en el procedimiento de intervenciones telefónicas, y modificar el Código Procesal Penal para ampliar las causales y supuestos de prisión preventiva, incorporando la posibilidad de imponerla cuando “una persona imputada represente un peligro para la sociedad”.
La razón por la que advierto que el conjunto de proyectos promovidos por el Poder Ejecutivo no alcanzan el carácter de política pública en materia de seguridad ciudadana es porque, en realidad, es poco lo nuevo que se propone (más allá de la propuesta de extradición de nacionales). La tendencia a endurecer el proceso penal, aumentar penas, reducir garantías y crear supuestos de prisión preventiva se ha intentado de manera reiterada en los últimos 25 años. Ha sido la respuesta primaria del sistema ante el proceso cíclico de aumento de las tasas de criminalidad y de la percepción sobre la inseguridad.
Como ejemplo de lo anterior, puede mencionarse la reforma legal que permitió, en 1994, aumentar las penas de homicidio simple y calificado. El delito de homicidio simple pasó de tener una pena de prisión de 8 a 15 años, a ser penado con prisión de 12 a 18 años. En el homicidio calificado, la variación fue de un quantum de 15 a 25 años, a tener actualmente una penalización de 20 a 35 años. Esa misma reforma modificó el parámetro de la pena máxima de prisión para cualquier delito en el país, aumentándolo hasta los 50 años.
En el ámbito procesal, las modificaciones han sido más amplias. Entre otras, la Ley de Penalización de Violencia contra las Mujeres y la Ley de Protección a Víctimas y Testigos ampliaron las causales de prisión preventiva. Esta última instituyó el procedimiento expedito de flagrancia. La Ley contra la Delincuencia Organizada amplió el plazo de prisión preventiva en delitos de esa especie (los que tengan pena máxima de cuatro o más años de prisión, es decir, una gran cantidad de delitos contenidos en el Código Penal y leyes especiales).
En el mismo período, la desigualdad social en Costa Rica ha aumentado de forma progresiva: El índice de Gini en 1990 era de 45,3, mientras en 2021 alcanzó 48,7. Esta desigualdad impacta severamente el acceso a la educación. De acuerdo con la OCDE, un estudiante pobre en Costa Rica tiene menos del 10% de oportunidades de acceder a la educación superior. En 1991 el desempleo total era de un 5,4%, mientras que en 2021 fue de 15,1%.
Los vacíos generados por el abandono estatal, las dificultades en el acceso a servicios, educación y oportunidades laborales de calidad no solo inciden en los delitos contra la propiedad (como tradicionalmente se piensa), sino que son rellenados por estructuras criminales organizadas que reclutan y se alimentan de la desigualdad y la exclusión. Durante el mismo periodo en el que se han emprendido reformas que, por tanto tiempo, se han considerado siempre urgentes para atender la criminalidad, las respuestas estructurales a los problemas sociales de fondo han sido inexistentes.
Creo fielmente en el Estado de Derecho como valor supremo de la democracia moderna, en un sistema penal garantista, en la necesidad de contención estatal ante el problema de la seguridad y en las soluciones integrales que involucran otros mecanismos de control social primario, como la familia y la educación. Pero he dejado de lado estos argumentos que tienen, para mí, una convicción profunda, no solo afincada en el marco axiológico de nuestra Constitución Política y de nuestro modelo de Estado, sino en los horrores propios del añejo autoritarismo. He querido confrontar las “novedosas” propuestas desde la óptica de su eficacia, y la respuesta (que ya ha sido dada en otras ocasiones por multiplicidad de voces) es contundente: las medidas represivas y cortoplacistas no funcionan. Tienen más de 25 años de defraudarnos, y lo van a seguir haciendo en la medida en que sean la única respuesta frente al delito. Como lo señaló, hace algunos años, el profesor Eugenio Zaffaroni, en una conferencia que tuve la oportunidad de presenciar:
El poder punitivo no ha resuelto nada. Dijo que nos iba a librar de las brujas, de los herejes, del alcohol, de la sífilis, de las drogas, del terrorismo. No resolvió nada de lo que prometió resolver. Es la mayor estafa de la historia y, en su estafa, se ha tragado millones de vidas."
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