Las medidas en aras de conseguir el desarrollo sostenible están constituidas por una amplia gama. Inicialmente, los enfoques se habían limitado a los denominados “mecanismos de comando y control”, basados en prohibiciones y restricciones impuestas por la legislación y sus respectivas sanciones en casos de transgresiones a la misma. Esta estrategia ha tenido un impacto limitado debido a las dificultades sistemáticas para hacer cumplir las normas ambientales tanto de manera preventiva (mediante el control por la vía de los permisos y las autorizaciones de diversa índole) como para fiscalizar el adecuado desempeño de las diferentes actividades domésticas y sobre todo empresariales. Debido a estas carencias, ha tomado fuerza el fomento y uso de los mecanismos económicos o de mercado, así como de la denominada “autorregulación” o “regulación voluntaria”.
A pesar de que para cierto sector ambientalista el empleo de mecanismos de autorregulación y mercado, son poco efectivos, este constituye un abordaje complementario a la regulación tradicional basada en la estrategia de “comando y control” y cuya utilización en las políticas públicas y estrategias ambientales se ha incrementado aceleradamente.
Los consumidores han jugado un papel esencial en la generación y desarrollo de muchas de estas iniciativas de autorregulación, las cuales han acabado transformándose en instrumentos de certificación y la vez han sido la base para el diseño de leyes y reglamentos que inciden en los procesos y métodos de producción.
Así ha ocurrido, por ejemplo, cuando movimientos de consumidores con el apoyo y liderazgo de organizaciones de la sociedad civil, han promovido “castigar” mediante su poder de decisión a quienes mediante prácticas ambientalmente insostenibles ocasionan deforestación y otros impactos asociados con la producción e industrialización de la madera y han obligado a que en respuesta un segmento importante del sector privado involucrado en tales actividades a ajustar sus prácticas y métodos para hacerlos social y ambientalmente justos.
Algunas de estas reacciones de los consumidores originalmente se tradujeron en el boicot o rechazo a la adquisición de bienes y servicios con altas huellas ambientales, las cuales a su vez fueron escuchadas por cadenas de supermercados y detallistas que adoptaron prácticas de compra similares. No obstante, en un primer momento, los productores optaron por cambiar a actividades que potencialmente podrían ser aun más dañinas para el medio y, además, los efectos de estos boicot repercutían con mayor fuerza en sectores con menor capacidad económica para transformar sus procesos, primordialmente ubicados en países en desarrollo. Ante este panorama, en los años ochenta se comienzan a crear los primeros mecanismos de certificación que, a diferencia de los anteriores, permiten premiar y no solo sancionar a quienes decidan adecuar sus sistemas de trabajo a estándares acordados de sostenibilidad ambiental y social.
En ciertos casos, estos intentos de reconvertir el consumo y la producción, han finalizado —como ha ocurrido en Noruega— en la promulgación de normativa jurídicamente vinculante que evite la importación de bienes producidos en condiciones ambientales insostenibles y que buscan garantiza la adquisición de los conocidos como “commodities libres de deforestación”, si bien el enfoque de mirar solo a esta problemática (cambio de uso del suelo) resulta limitado de cara la huella total que se asocia a muchos de estos productos, como por ejemplo, el aceite de palma.
La Unión Europea ha aprobado recientemente iniciativas orientadas a prohibir o limitar la importación de bienes producidos sin tomar en consideración el adecuado respeto al medio y a la vez genera incentivos para aquellos que si lo son. Actualmente, una situación parecida se presenta con el plástico, especialmente el de un solo uso y sus efectos negativos sobre el medio en general y en particular sobre los ecosistemas marinos. Una combinación de preferencias del consumidor (rechazo al plástico de un solo uso), iniciativas voluntarias de comercios para evitar su empleo y sustituirlo por otros dispositivos, acciones institucionales diversas (incluidas por parte de las municipalidades) para descartar su adquisición en compras públicas, han generado un mejor escenario para la emisión de nueva legislación al respecto con el propósito de restringir el uso de este material.
En otras áreas no menos relevantes, se pueden identificar oportunidades para que el consumidor manifieste mediante su poder de compra su voluntad de contribuir inequívocamente con la protección del medio, tal es el caso, entre otros, de los productos pesqueros. Por supuesto, la información adecuada suministrada de manera que resulte fácilmente comprensible para todos deviene un elemento esencial de todas estas iniciativas. Se pretende que los compradores prefiramos o en ciertos supuestos paguemos más por aquellos bienes o servicios que han sido producidos en armonía con el ambiente y, consecuentemente, las empresas podrán obtener ingresos adicionales, ganar mercado, mejorar su imagen pública, disminuir costos de seguros y otros gastos e incluso incrementar el valor de sus acciones.
Si bien aún queda mucho camino por recorrer y claramente la situación económica es un factor importante, estudios tanto en el país como a nivel internacional demuestran que las personas cada vez están más interesadas en la forma como los bienes y servicios son producidos y en qué medida sus decisiones individuales pueden contribuir con la calidad del ambiente y con las condiciones de vida de los pequeños y medianos productores.
Esperemos sea una tendencia irreversible.
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