Hablar de odio hacia las mujeres puede parecer extremo, fantasioso o injustificado. Al fin y al cabo, las mujeres compartimos la mayoría de espacios sociales. Somos madres, hermanas, hijas, compañeras de trabajo, vecinas… Se nos quiere, se nos necesita. Probablemente nadie (principalmente ningún hombre) diría conscientemente que siente odio hacia las mujeres.
Para el año 2020 (cuando tuvo lugar el femicidio de María Luisa Cedeño Quesada) las mujeres en Costa Rica habíamos conquistado significativa presencia e igualdad a nivel social y cultural. Las brechas de discriminación históricas se habían estrechado, aunque el sexismo y el machismo eran entonces (y hoy también) lastres de nuestra cultura.
No podemos olvidar, sin embargo, que la igualdad es una idea de la modernidad. Relativamente reciente en términos históricos. A manera de ejemplo: Olympia de Gouges fue guillotinada cuando quiso incluir su Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana en el marco de las reivindicaciones de la Revolución Francesa. En la Costa Rica Bicentenaria las mujeres conquistamos el derecho al voto hace poco más de 70 años.
Los derechos que hoy disfrutamos las mujeres no existieron siempre ni nos fueron regalados. A arañazos los hemos obtenido y con ello se han forzado cambios en la cultura. No obstante, no podemos obviar la fragilidad de esas conquistas. Parecen estar siempre en la cuerda floja como moneda de cambio de la clase política. Para ejemplificar: solo fueron necesarios dos años de pandemia para que el índice de ocupación laboral de las mujeres cayera a niveles históricos y cientos fueran expulsadas de la economía. Lo peor: no existen aún propuestas concretas para cerrar estas nuevas brechas. En Afganistán, un cambio de gobierno, expulsó en cuestión de días a las niñas y jóvenes de la educación secundaria y de las universidades, reinstaló el velo y las prohibiciones de acceso a los espacios públicos... en pleno siglo XXI.
La discriminación y la violencia en contra de las mujeres continúa siendo una epidemia en todas las sociedades y el principal riesgo a la integridad de miles de mujeres en todos los confines del planeta.
En este contexto, para comprender un concepto tan complejo como lo es un “crimen de odio” es necesario escarbar en la historia de nuestras colectividades humanas y de nuestro inconsciente colectivo donde aún sobreviven algunas de estas fuerzas o pulsiones que ya no reconocemos con tanta facilidad. No las vemos porque sobre ellas se han construido murallas de contención cultural y civilizatoria que a lo largo de los tiempos han tratado de reorientar la convivencia humana por caminos de respeto, igualdad y solidaridad. Pero no significa que hayan dejado de existir. Por el contrario, emergen con relativa facilidad cuando estos muros de contención se agrietan.
Prueba de esto son los crímenes de odio racista. Pudimos observar con asombro como en un país “desarrollado” de este continente, con indudable tradición democrática y de derechos humanos, la sola ascensión al poder de un dignatario con un discurso abiertamente racista, defensor del supremacismo blanco, tuvo como impacto casi inmediato un aumento de la violencia policial contra la población negra y la reaparición pública de los grupos racistas tipo KKK. Más allá de los impactos en personas concretas, este tipo de comportamientos racistas envían mensajes inequívocos de que el odio hacia la población negra persiste y que el riesgo de daño incluso de muerte también.
El odio tiene un origen en el miedo. Miedo a lo diferente, a lo poco conocido, a los prejuicios y rasgos atribuidos a lo largo del tiempo al otro/a-diferente. Y, sobre todo, al daño que creemos ese otro/a me puede hacer directamente, a mi estilo de vida, a mis creencias, a mis bienes y privilegios. En el caso de las mujeres, también el resentimiento y la envidia hacia sus avances integran este sentimiento complejo que llamamos odio, como expresión extrema del machismo y del sexismo estructural. Machismo que no se expresa de manera pública ni se reconoce abiertamente en todas sus dimensiones porque no es socialmente correcto o porque no se tiene conciencia de ello pues forma parte de una cotidianeidad considerada normal.
El odio hacia las mujeres se asienta en la condición y posición histórica de discriminación que las mujeres hemos tenido en relación con los hombres, hasta el día de hoy con diferencias entre naciones, pero sin plena igualdad en ninguna. Es el resultado de milenios de desprecio y desvaloración de lo femenino. Es el “prejuicio más antiguo… ha sobrevivido de una forma u otra sobre inmensos periodos de tiempo, emergiendo aparentemente sin cambios de los cataclismos que han engullido imperios y culturas” (Holland, p.7)
La condición de las mujeres ha ocupado la mente de filósofos, religiosos, políticos. A lo largo de la historia se ha discutido si tenemos alma o no; si podemos usar el cerebro o somos hembras víctimas de nuestros humores y emociones incontrolables; si somos seres virginales o infernales criaturas responsables de la expulsión del paraíso. Como bien lo expresa Marcela Lagarde, las mujeres en la historia nos movemos en un cautiverio y continuo identitario de madre-esposas, monjas, putas, presas o locas. Brujas.
Esos antiguos debates sobre la condición de la mujer nos parecen no solo añejos sino absurdos. Sin embargo, los debates persisten. Hoy son más sutiles, menos burdos. Se discute si las mujeres provocamos la violencia de los hombres por nuestro comportamiento o forma de vestir; si cuando las mujeres decimos NO realmente queremos decir tal vez; si las mujeres podemos ser tan buenas futbolistas, abogadas, médicas como lo son los hombres. Seguimos siendo tema de estudio porque a muchos hombres les parecemos incomprensibles e inciertas. Como consecuencia, aún se considera necesario el control y la regulación sobre nuestras decisiones y sobre nuestros cuerpos utilizando para ello desde el control social tradicional, pasando por el control reproductivo hasta la violencia si es necesaria.
La aspiración de las mujeres a la igualdad y no discriminación ha sido interpretada como una lucha contra los hombres. La igualdad es un terreno desconocido que puede suscitar temor en muchos hombres que se esconden en su machismo para evitar los cambios requeridos para llegar a ella. Desde este lugar las reivindicaciones de las mujeres las viven algunos hombres (no la mayoría) como una amenaza vital pues implican compartir espacios y actividades sociales, compartir bienes, compartir derechos y sobre todo responsabilidades.
La violencia simbólica alimenta diariamente este machismo cultural que cuestiona la igualdad y que justifica, minimiza o normaliza la discriminación y los malos tratos contra las mujeres y promueve masculinidades tóxicas, abusivas y violentas. Podemos decir que estos malos tratos son todos expresión de desprecio y odio contra las mujeres, pero, en algunas situaciones, este odio puede ser más manifiesto y letal.
En el caso concreto del femicidio de María Luisa Cedeño Quesada, ¿cómo se expresa este odio misógino?
Lo más evidente: a través de la violación y del ensañamiento para lograr su muerte violenta. Violar a las mujeres ha sido el arma más recurrente a lo largo de todos los tiempos para someter a las mujeres. Ha sido el mecanismo que utilizan los ejércitos vencedores para mancillar el honor de los ejércitos derrotados: violar en masa a sus mujeres y sus niñas.
El ensañamiento es por definición un acto de odio. Para acabar con la vida de una persona es suficiente un golpe, una cuchillada, un disparo. Sin embargo, cuando los victimarios se afanan en propiciar múltiples golpes y múltiples lesiones sobre un cuerpo reducido a la indefensión y sexualmente ultrajado, con el solo objetivo de causar dolor adicional y dejar patente un mensaje de desprecio, estamos ante un claro comportamiento de odio y de poderío machista.
El ataque grupal, como sucedió en este caso, amplía y profundiza este escenario de ensañamiento pues la mujer no solo debió enfrentarse a una fuerza física dispar, sino que, además, debió defenderse no de uno, sino de tres hombres que en conjunto ejecutaron la fantasía misógina de dominación.
En otro plano, podemos suponer que una mujer que se presenta dueña de su vida, de sus decisiones y de su sexualidad, con evidentes recursos propios (materiales y simbólicos), mujer simpática y exitosa que no teme disfrutar sin compañía de su tiempo y de sus espacios puede suscitar tanto las fantasías de algunos hombres como sus celos y envidias cuando comparan su realidad con la ellos. Si, además, esa mujer no presta atención a sus intenciones sexuales, el resentimiento y la ira se potencian.
Esto es particularmente cierto en aquellos hombres que sienten o viven una masculinidad frágil o cuestionada desde el punto de vista de los parámetros heterosexuales dominantes. Estos hombres lejos de ver en la cultura machista la razón de su vivencia discriminatoria, la encarnan atacando a la mujer como una forma de validar su virilidad y obtener reconocimiento frente a otros hombres.
Como dice Rita Laura Sagato “en un sentido metafórico, pero a veces también literal, la violación es un acto canibalístico…la violación se percibe como un acto disciplinador y vengativo contra una mujer genéricamente abordada. El mandato de castigarla y sacarle su vitalidad se siente como una conminación fuerte e ineludible. Por eso la violación es además un castigo y el violador, en su concepción, un moralizador. Con la modernidad y la consiguiente exacerbación de la autonomía de las mujeres, esa tensión, naturalmente, se agudiza”.
La violación y posterior femicidio de María Luisa Cedeño constituyen un claro crimen de odio misógino que retrata con transparencia el potencial letal del sexismo y del machismo que aún pervive en la sociedad costarricense.
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