Hagamos un momento de silencio, porque el mundo se llenó de ruido. La gente habla de pausas activas o pausas digitales, pero yo prefiero decir momentos de silencio. El mundo se llenó de notificaciones, comentarios, anuncios, campanitas, alarmas, noticias, ventanas emergentes, alertas de spoiler y carreras para evitar los spoilers, memes, likes y una urgencia por no perderse nada y ser el primer notificado de lo que sea que pase. Si existe la contaminación lumínica y la contaminación sonora, yo digo que también existe esta otra clase de contaminación a la cual habrá que poner nombre.

Vivimos envueltos por esta contaminación y participamos de ella, porque toda nuestra existencia está organizada para ello y es difícil vivir de otra forma. Gran cantidad de actividades profesionales ya no son posibles sin participar de esa contaminación. Las dinámicas sociales están tan mediadas por ella que incluso nos incomoda cuando alguien o uno mismo se maneja de otra forma. Estar cierto tiempo sin revisar el teléfono causa angustia, ser de los últimos que compartan un meme causa burlas, ser de los ven series o películas viejas en lugar de lo último de Netflix causa ceños fruncidos, ser de esos a quienes hay que contar las noticias porque no están enterados causa ojos en blanco.

En cierto modo, esta es otra forma que adquiere la satanización del ocio. Así como es mal visto estar ocioso, es mal visto estar desconectado. Hay sanciones sociales en ambos casos y la simbología de esta contaminación informática lo refleja. La campana, uno de los signos más universales, utilizado cuando hay emergencias, para llamar a la misa o para marcar horarios en las instituciones militares y educativas, ahora se usa para las notificaciones. La campanita del teléfono avisa que hay un llamado de orden superior ante el cual la persona debe dejar lo que esté haciendo y atenderlo. Y qué cosa tan perversa es llamar “alarma” al aviso de que hay alguna notificación, porque convierte una trivialidad en una emergencia; le dice a nuestro cerebro que algo grave sucede y habrá consecuencias si no se atiende.

Sin embargo, véase la paradoja: en esta época, donde hay más medios para acceder a la información y más presión para estar al día, es cuando hay más falsedades y equívocos. ¿De qué sirve ser el primero en ver la noticia si el titular es tendencioso o la propia noticia es falsa? ¿De qué sirve una noticia en desarrollo si la realidad nos supera y escapa a nuestra interpretación? Y lo anterior, asumiendo que nos informemos con razones productivas; para mucha gente, la única aplicación de ser los primeros en enterarse de algo es ser los primeros en juzgar, insultar y sancionar.

Por eso, hagamos silencio.

Hacer un momento de silencio no solo sirve para honrar a los muertos, sino también para celebrar la vida al reencontrarnos con ella. No solo hacemos silencio porque nos quedamos sin palabras; también lo hacemos para llenarnos de pensamientos. Tal como el ocio no significa estar sin hacer nada, el silencio tampoco significa ausencia. Hacer silencio puede significar leer, conversar, escuchar música, ver una película, salir a caminar, hacer meditación o comer algo rico sin interrupciones, sin alarmas ni campanitas, sin ningún pretendido orden superior que nos llame a suspender o postergar estos momentos que conforman la vida. Quien reza, que rece. Quien escucha metal, que lo escuche. Quien escribe, que escriba. Hacer silencio puede ser, incluso, ver o leer noticias, pero noticias desarrolladas, que hayan sido ya objeto de réplica y análisis; profundizar en ellas, en vez de quedarse con el primer titular amañado. Reflexionar, en vez de reaccionar. Hacer silencio es tomarse el tiempo para observar nuestro mundo y observarnos a nosotros mismos.

Sea con el teléfono apagado, sin sonido o en otra habitación, hagamos silencio. Incluso, aunque tengamos el teléfono en la mano, seamos nosotros el orden superior que le diga cuándo vamos a atender sus notificaciones. Seamos sus dueños; no al revés. Seamos los dueños de nuestro tiempo, de nuestro silencio, de nuestra vida. Controlemos el ruido del mundo como si fuera el volumen del parlante.

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