No hay un solo país en el mundo vacunado contra el debilitamiento institucional y Costa Rica no es la excepción. Sin embargo, apegados a ese tradicional exceso de confianza que nos caracteriza, pensando que los chiquitos feos solo nacen en la casa del vecino y no en la nuestra, pasó lo que tenía que pasar: nos enfermamos.

Al inicio, los síntomas eran tan leves que o no les dábamos importancia o bien, pensábamos que se trataba de un mal menor y nunca de esa enfermedad terrible que estamos acostumbrados a ver en los medios y que ataca naciones poco prevenidas como Venezuela o El Salvador.

Durante años descuidamos las defensas de la institucionalidad. Partidos políticos tradicionales convertidos en monolíticas estructuras sin renovación real de liderazgos y menos aún de propuestas; donde se privilegian sectores económicos fuertes para que sean aún más fuertes, a costa de cualquier precio; donde salvo contadas y honrosas excepciones se privilegia el linaje familiar o el servilismo carente de pensamiento, por encima de los méritos de quienes luchan y proponen cambios reales a la estructura y, sobre todo, donde la autocrítica es palabra ausente en el viejo diccionario de frases construidas por publicistas al calor de campañas electorales y ya no por pensadores, que otrora planteaban líneas de acción con miras a varias décadas en el futuro.

Estas defensas, al verse debilitadas, provocaron un vacío en la sensación de sentirse representado, lo que produjo otra serie de síntomas a los cuales tampoco le dimos la importancia necesaria. Una proliferación de partidos políticos desagregados de los más grandes, que buscaban llenar ese vacío de representación; medios de comunicación que a través de secciones especializadas en sus noticieros gestionan y solucionan mejor que el representante popular ante el Congreso o la Municipalidad, lo relacionado a la caída de un puente, un nuevo cráter en media calle o la fuga de agua que lleva 22 días desperdiciando líquido. Estos dos síntomas con una particularidad en común, recogiendo descontentos populares que se suman ante la falta de acción de quienes prometen, pero no cumplen.

Al debilitarse esas defensas, la mayoría de los cargos de elección han sido ocupados cada día más por personas cada vez menos idóneas, lo cual ha provocado desperdicio de recursos públicos; malas decisiones políticas y administrativas; exceso de burocracia; escándalos por inoperancia, ignorancia o incongruencia; improvisación en las agendas públicas y un sinfín de pequeños males que siguieron sumando descontentos.

Con las defensas por el suelo, se terminó delegando en algunas instituciones más respetables y menos permeadas por el manipuleo político inmediato las grandes decisiones, por eso muchas de ellas las terminaron tomando la Sala Constitucional y la Contraloría General de la República. Unas veces satisfaciendo el interés general y otras, sumando más descontentos. Esta vez, descontentos en dos vías, en primer lugar, de quienes no quedan satisfechos con las decisiones tomadas y, en segundo lugar, los de quienes nos molestamos porque las decisiones pudieron y debieron ser tomadas por otras instancias, que por cálculo político “no quisieron comerse la bronca”.

Y mientras tanto, las peores consecuencias de la enfermedad se seguían manifestando, especialmente entre los sectores más vulnerables de la población. Con instituciones débiles y poco eficientes se fueron precarizando los servicios públicos.

Las especialidades médicas no llegan a donde las comunidades rurales las reclaman con razón; la sensación de seguridad ciudadana, en el mejor de los casos, depende de la iluminación solar; las escuelas y colegios públicos se caen a pedazos; la falta de mantenimiento en puentes los convierten en una suerte de “ruleta rusa” donde hoy pasamos, pero mañana tal vez nos caemos con todo y puente; nos suben la tarifa de buses cada día en peor estado, pero con sus dueños cada día en mejores condiciones; la plata que tanto esfuerzo cuesta ganarse principalmente en la agricultura, la pesca, la construcción o la limpieza de casas y oficinas, para la canasta básica y el pago del alquiler cada día rinden menos, pero vemos a buena parte de las diputaciones aferradas a sus 500 litros de combustible y a los ministros y viceministros con un 100% de aumento en sus sueldos, en una época donde nos hablan de crisis, pero evidentemente no para todos. A esto, multipliquémoslo por infinita cantidad de ejemplos más.

Con las defensas institucionales debilitadas, se abrió un portillo cada vez más grande a autoproclamados mesías políticos, que vieron en la falta de idoneidad de los tomadores de decisiones una oportunidad perfecta para llenar el vacío de liderazgos aprovechando su popularidad en medios de comunicación, iglesias o gremios. Si ellos pueden, yo también.

Y aquí los partidos empezaron a convertirse en plataformas para el mesías de turno a cambio de plegarse a su éxito electoral, para revivir figuras agotadas del plano político o servirse de los beneficios colaterales de tener cerca a quienes alcanzan el poder y toman las decisiones.

Decisiones tristemente cada día más carentes de razonamiento lógico, jurídico, técnico o científico y cada vez más impregnadas a ese tufo que tiene la ocurrencia, la necesidad enfermiza de salir en medios y redes sociales diciendo cualquier cosa (pero ser el primero en hacerlo) y la imposición de intereses personales y gremiales, de la “hybris” o “borrachera de poder” de la que los griegos nos prevenían hace siglos.

Durante años vimos en encuestas y sondeos de opinión un desprecio cada vez mayor por la democracia, las instituciones, los partidos políticos y un encantamiento con soluciones de mano dura que prometieran eficacia. También los ignoramos.

Pasamos de ser el país líder en educación, a ser el país de quien estudia para ser docente, con la resignación de no haber entrado a derecho, medicina, ingeniería o arquitectura.

Y hoy, confundimos el síntoma más grande con la enfermedad. El populista que prometió “comerse la bronca”, que con altanería y prepotencia anuncia cualquier cosa sabiendo en el fondo que no la puede cumplir, el que desprecia la libertad de expresión y la división de Poderes del Estado, el que genera falsas expectativas y no tiene ningún sonrojo en contradecirse las veces que sea necesario (pero sin admitirlo), es hoy quien lidera el Gobierno y mantiene altos índices de popularidad.

¿Cómo no va a mantenerlos si es el que dice que es muy fácil resolver los problemas, el que hace anuncios rimbombantes que ponen a sudar a los burócratas, el de la pirotecnia discursiva del “hombre fuerte”, que anuncia pero no resuelve y el que firma decretos como artista autógrafos a la salida de un concierto?

Una tentadora popularidad que lleva a buena parte de quienes deberían de poner contrapesos institucionales desde el Congreso a pretender plegarse a ella por vanidad, en lugar de ejercer el rol que les corresponde en democracia.

Y es que caer en el juego es muy fácil. Hacer cosas abiertamente antijurídicas para satisfacer necesidades inmediatas de aprobación y luego, cuando se demuestra que son improcedentes, desplegar un discurso y acciones formales que terminen de dinamitar a las instituciones “para quitar trabas”. Está en el manual de todo populista.

La enfermedad es esa institucionalidad debilitada al extremo durante décadas que permitió que esto nos ocurriera y que, si bien hoy no pasa de altanerías controlables, bien pueden marcar un punto de no retorno que nos envuelva en una dinámica con consecuencias graves e irreversibles.

La enfermedad, aunque grave, no es incurable. Aún estamos a tiempo de recuperar el sentido común y la fortaleza institucional, pero para ello se requiere entereza, autocrítica y voluntad de acción. Este país no merece irse de cabeza por el barranco del populismo.

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