Una esperaría que, a cinco años de la reforma procesal laboral, en las entrevistas de trabajo se hayan superado esas preguntas de cuántos hijos tenés, quién te los cuida, si esa persona no puede, entonces quién te los cuida; si querés tener más hijos y cosas similares.

Lo mismo para los comentarios internos, cobijados bajo una complicidad discriminatoria, de lo difícil que es tener mujeres en planilla, porque, diay, se embarazan, tienen licencias de maternidad, horas de lactancia, tienen muchos hijos o uno solo que da mucha guerra. Y luego si los chiquillos se enferman, andan pidiendo permisos, sin contar con la graduación del kinder o la reunión en la escuela o que la llamaron porque el chiquito está enfermo y hay que ir a recogerlo.

Una esperaría que todo el esfuerzo de los últimos años haya logrado una mayor concientización sobre la doble jornada de las mujeres, sean profesionales o no, de la carga oculta que representa la maternidad y sobre la discriminación institucionalizada que enfrentan miles de mujeres todos los días.

Una esperaría que los esfuerzos de muchas empresas a favor de la diversidad e inclusión haya impulsado a muchos a hacer consciencia, aceptar sus prejuicios al respecto y trabajar activamente en contra de ellos; dejando de lado todos esos estereotipos sobre la supuesta volatilidad del carácter de las mujeres, la supuesta manipulación de nuestras lágrimas, nuestra disposición natural a llevar las cosas en orden pero a la vez al conflicto, a menos que haya un hombre de árbitro (la supuesta necesidad de tener un gallo en el gallinero para evitar problemas) y la aceptación de que, para mantener a las mujeres en el mercado laboral, se imponen políticas flexibles que reconozcan su doble condición de madres y trabajadoras.

Algunos empleadores habrán aceptado el cuido de los hijos y sus ramificaciones como parte de la vida misma, adaptándose o simplemente, resignándose.

Para lo que parece que nos hemos preparado poco es para el cuido de los padres, de los adultos mayores. Mientras nuestra población envejece, aumentan las necesidades del cuido, sobre todo cuando van perdiendo la capacidad de velar por ellos mismos y es imperante conseguir alguien que vele por ellos, visitarlos más seguido, asumir las compras de alimentos, medicinas, visitas al médico, terapias constantes.

Y si alguno de ellos tiene alguna enfermedad mucho más grave, los trastornos en la cotidianidad superan por mucho los de un niño de cinco años: acompañamientos a citas, tratamientos, cirugías, internamientos, llamadas repentinas, camas especiales, sillas de ruedas, andaderas, bastones; sin contar situaciones de deterioro cognitivo acelerado o encamamiento.  Todo esto aparejado de gastos, porque sus pensiones no necesariamente alcanzan para cubrir todo.

De ese cuido nos hemos olvidado, tal vez por lo doloroso que resulta y porque nos anuncia la cercanía de la muerte. Pero está ahí y es tan desgastante para el cuidador como para el enfermo. Al cuidador- al trabajador- lo coloca en la misma condición de vulnerabilidad. Impacta de la misma forma su capacidad de concentración y rendimiento en el trabajo.

Con los hijos hay una esperanza de mejora e independencia conforme van creciendo. Con los padres, es a la inversa y la incapacidad que otorga la CCSS para el cuido es apenas para los últimos meses, cuando ya se desahucia a un enfermo.

Y, mientras tanto, los patronos ¿Qué estamos haciendo?

Este artículo representa el criterio de quien lo firma. Los artículos de opinión publicados no reflejan necesariamente la posición editorial de este medio.