En los discursos de las personas candidatas de la actual campaña residencial de Costa Rica, ha aparecido una noción interesante, aunque oscura: la de democracia participativa. Este término es mencionado en nuestra Constitución Política (artículo 9). No obstante, resulta poco claro cómo este concepto se traduce en instituciones y prácticas. En efecto, las únicas instituciones políticas que parecen claramente formar parte de la democracia participativa son los referéndums y los plebiscitos (y aun sobre estos pesan incertidumbres sobre su significación y sobre la forma deseable de utilizarlos).

En este texto me gustaría exponer un ideal que podría ayudar a entender el concepto de democracia participativa, cuáles son sus objetivos e implicaciones institucionales y prácticas. Se trata de la democracia deliberativa, o sea, del modelo de orden político que entiende que las decisiones sobre nuestras cuestiones comunes son legítimas sólo si emergen tras la deliberación de todas las personas posiblemente afectadas por las decisiones.

La expresión ‘democracia deliberativa’ es ampliamente utilizada hoy día en la academia filosófico-política, filosófico-jurídica y politológica. Aquí no interesa presentar un panorama conceptual general de dichos usos, que son demasiados. En cambio, me concentraré en reconstruir una versión que entiendo utilizable en el contexto de la argumentación político-constitucional costarricense, o sea, en la discusión sobre las cuestiones de cómo deben ser y cómo debemos entender las instituciones y prácticas políticas fundamentales del poder público legítimo.

La democracia deliberativa es un ideal regulativo de un diseño constitucional. Esto quiere decir que presenta un modelo de instituciones que no existen (y puede que no sea posible pragmáticamente que existan plenamente). Esta es su faceta ideal. Tal modelo sirve al menos de dos formas: Primero, como criterio para la crítica y la transformación de lo que sí existe que no cumple el ideal y, segundo, para la justificación de aquello que existe que más se le acerca. Mediante estas dos funciones, se puede presionar para cambiar la realidad institucional y práctica. Esta es la faceta regulativa o normativa o evaluativa del ideal.

Esta concepción de la democracia pretende, además, ser una forma de entender el concepto nuclear de la democracia, en tanto única fuente de la legitimidad política: el autogobierno del pueblo. El pueblo del que habla el concepto nuclear de la democracia moderna es una comunidad de individuos autónomos (con igual dignidad y capacidad de autogobierno) que aceptan que deben decidir sobre las reglas para su vida común y cooperativa, pero están en desacuerdo, profundo y honesto, sobre cuáles han de ser dichas reglas.

Por ejemplo: estamos de acuerdo que necesitamos algunas regulaciones e instituciones para trabajar el problema del hambre entre algunos integrantes de nuestra comunidad, pero no estamos de acuerdo cuáles han de ser esas reglas e instituciones: ¿acaso debemos permitir que las dinámicas puras de mercado funcionen sin direccionamiento alguno, con la esperanza de que orgánicamente se reparta de forma más eficiente y efectiva el alimento disponible, o deberíamos introducir algunas direccionamientos o instituciones de redistribución? ¿Cuáles? ¿O quizás lo preferible que algún órgano reparta los alimentos disponibles?

La democracia deliberativa se opone a una clase alternativa de ideales demócratas: aquellos ideales que asumen que las preferencias o intereses o concepciones de los individuos son algo dado que el sistema político demócrata no puede justificadamente cambiar. Para lograr esta condición, estos ideales suelen ver el espacio institucional de la democracia como un espacio de mercado, en donde hay oferentes y demandantes. Los oferentes son una clase política y los demandantes son las personas ciudadanas (indiferenciables de un individuo comprador), que seleccionan (compran) mediante el voto (o mediante la aclamación) lo que quieren.

Hay dos aspectos claves en los que la democracia deliberativa se opone a estos otros ideales:

  1. Entiende que el sistema político genuinamente democrático transforma y perfecciona los intereses, preferencias o concepciones de los individuos. Esto lo hace, por un lado, introduciéndoles imparcialidad. Dejan de ser demandas egoístas o facciosas y se transforman en concepciones del bien común o del orden común justo (u otras variantes). Por otro lado, el tamiz de la deliberación permite tener en cuenta consideraciones (i.e. voces) que el mecanismo del voto o de la aclamación no permite distinguir. La democracia real ha de estar construida para favorecer esta transformación y perfeccionamiento.
  2. El ideal deliberativo reconstruye el espacio institucional de la democracia como un foro, conformado por personas con igual dignidad, aunque en desacuerdo profundo y honesto, que participan en pie de igualdad mediante el mecanismo fundamental de la discusión y la argumentación (teorías contemporáneas de la democracia deliberativa entienden que muchos actos políticos pueden formar parte de la discusión pública, v.g. el arte o la protesta social). Esta forma de entender a las personas ciudadanas y a la comunidad política es la que da la especial legitimidad a las decisiones políticas tomadas deliberativamente.

Por su parte, en la participación netamente discursiva del foro democrático, las instituciones deben favorecer la inclusión de argumentos generales (basados en concepciones políticas del bien o de la justicia), lógicamente consistentes y cuyas premisas fácticas sean revisables empíricamente. Los argumentos han de ser revisables críticamente en estos términos. Nótese: este requisito no supone que ha de excluirse la atención a las facetas emotivas, pragmáticas y situadas de la argumentación, pero pone énfasis en que la argumentación no debe transformarse en una mera persuasión (v.g. mediante la mentira o la inflamación emotiva de discursos dirigidos ante todo a radicalizar a los grupos humanos, como es el caso de los discursos de odio).  Tampoco niega la importancia de negociar, pero se enfatiza que negociar y discutir o deliberar no es lo mismo (y aquel no puede sustituir a este).

Quienes ocupan puestos de autoridad, lo hacen sólo por una necesidad práctica de nuestra situación política: las personas ciudadanas no pueden dedicar todos sus días a la cuestión política (como sí podían, por ejemplo, los ciudadanos de la antigüedad greco-latina). Por ello, necesitamos que algunas personas ciudadanas ocupen puestos con autoridad para decidir ágil y técnicamente multitud de asuntos.

Aun así, la democracia deliberativa apoya una densificación de la vida pública y política de toda la ciudadanía: la democracia ha de ser entendida y dar espacio para la constante discusión de las personas ciudadanas con las autoridades representativas o burocráticas. Adicionalmente, en tanto exista un interés ciudadano en los temas públicos, han de existir espacios para que traten directamente esos asuntos.

El criterio genérico para identificar quienes han de formar parte de un diálogo o foro democrático es el de todos los potencialmente afectados. En ocasiones, esto conllevará la necesidad de participación deliberativa de individuos excluidos, de comunidades geográficamente delimitadas, de grupos étnicos particulares, de minorías religiosas, sexuales o de otros tipos, de amplios sectores de la población de un país o, finalmente, de toda la comunidad política. Cada uno de estos niveles requiere instituciones específicas, cuyo desarrollo, aplicación y estudio se está de hecho practicando en todo el mundo.

Por supuesto, al final del foro hay que tomar una decisión y a pesar de un ejercicio bien desarrollado de conversación, debate y discusión, puede resultar que pervivan los desacuerdos sobre la cuestión tratada. La regla de mayoría mediante un voto por persona es un mecanismo necesario, pues es claro que los desacuerdos pueden sobrevivir aún entre personas igualmente razonables y con igual dignidad. Pero una victoria en una votación no cierra ningún debate, ningún foro: la deliberación continúa. Toda persona ciudadana puede mantenerse debatiendo, discutiendo, disintiendo, dentro el espacio institucional político de democracia.  Las instituciones deben facultar y facilitar el escuchar la voz de estos disensos ciudadanos.

Este ideal regulativo afecta profundamente las instituciones de la democracia representativa, cómo se entienden y cómo está justificado ejercerlas. No obstante, también da forma o cuerpo a las instituciones de la democracia participativa. Acá, la democracia deliberativa apoya —por ejemplo— instituciones como los cabildos abiertos, las consultas populares y los mini-públicos ciudadanos seleccionados por sorteo entre toda la población.

Los cabildos abiertos y las consultas populares existen jurídicamente en Costa Rica a nivel municipal,  aunque su regulación no faculta a la ciudadanía para convocarlos, sino que requiere la aprobación previa de las autoridades municipales electas. Es difícil justificar, desde concepciones densas de la democracia, una restricción como esta. Por el contrario, lo adecuado es que exista la facultad jurídica para que la ciudadanía convoque mecanismos de deliberación y decisión sobre los asuntos públicos que le interesan.

Asimismo, el ideal deliberativo afecta cómo han de practicarse los referéndums y plebiscitos (ejemplos tradicionales de la democracia participativa). Para que la decisión tomada mediante estos sea legítima, se han de incorporar instancias inclusivas y amplias de debate y deliberación ciudadana previa a la votación. Estos espacios han de estar diseñados para propiciar el diálogo, la presentación de voces distintas e, incluso, para ampliar o variar las opciones inicialmente propuestas a decisión por medio del referéndum o del plebiscito.

Vale la pena notar un asunto clave: la democracia deliberativa no da por supuesto que ‘naturalmente’ las personas participan deliberativamente en sus cuestiones políticas. Por el contrario, las instituciones deben estar diseñadas para propiciar su densa participación deliberativa, y desincentivar (por un lado) la apatía y (por el otro) la violencia.

Ha de estarse precavido, además, contra algunos usos de mecanismos que sólo aparentemente son deliberativos. Ante todo, no pueden ser justificados como democracia deliberativa aquellos espacios que están organizados y diseñados para la sola negociación entre grupos o sectores sociales. Tampoco son deliberativos aquellos en los que el foro ciudadano resulta trivial para la decisión que luego se toma.

Parece difícil dudar las instituciones políticas generan apatía y descontento en la ciudadanía costarricense. Esto puede ser síntoma del hartazgo ciudadano con la forma en que se ejerce la política desde las instituciones tradicionales de la democracia representativa. Notar esto puede justificarnos para prestar más atención a la idea constitucional de democracia participativa (tal y como está sucediendo en los discursos presidenciales de la actual campaña electoral costarricense). Sin embargo, este concepto está poco desarrollado en nuestro debate público. Resulta oscuro qué instituciones y prácticas implica (lo que es un vacío capital para un concepto político constitucional, obviamente).

En este texto he intentado sugerir las bases de un concepto complementario, el de democracia deliberativa, que puede ayudarnos a entender, institucionalizar y densificar la idea de democracia participativa. La dirección es clara: las instituciones y prácticas políticas han de estar construidas para que las personas ciudadanas deliberen sobre sus razones, concepciones e intereses y tomen de esta forma las decisiones sobre sus asuntos comunes. La comunidad política así formada es la fuente de la soberanía.

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