Costa Rica iniciará su campaña electoral; los distintos grupos políticos se presentarán como los garantes de la ética, la anticorrupción y la solución a los problemas nacionales; palabrería de siempre, sin contenido. Sin embargo, seamos conscientes de que la causa del problema costarricense es más profunda.
Como no somos una sociedad aislada, lo que vivimos es una crisis —generalizada en occidente— de sentido moral, de hundimiento ético que ha infiltrado la educación, la política, los medios y las relaciones cotidianas, crisis a la cual los partidos políticos por sí mismos, no pueden hacerle frente y resolverlos.
Es consecuencia de la anulación de las condiciones culturales que en el pasado hicieron posible la práctica de la virtud. Aquella que fue pensada y practicada por siglos: la virtud como excelencia moral; como hábito que nos perfecciona como seres humanos; como esa disposición constante del alma para las acciones conformes a la ley moral, oponiéndose al vicio y con gran importancia para la vida ética; en fin, como disposición firme a hacer el bien con libertad y conocimiento.
Fueron los griegos quienes reflexionaron sobre la virtud. Con ella buscaron los principios de razón sobre los que se sustentan las leyes. La virtud -areté- era piedra angular del recto ejercicio del poder. Platón y Aristóteles sostenían que el gobernante debía encarnar las virtudes de la valentía, la justicia, la sabiduría y la templanza.
La virtud para ellos consistía en la adquisición y práctica constante de hábitos buenos que conducen al ser humano al bien, y por ende a la felicidad; es decir al conocimiento racional y equilibrado de uno mismo; la identificaron, principalmente, con la virtud de la “prudencia” o disposición constante en la vida individual, hacia la concreción de lo bueno en cada acción o conducta.
Cada acto que realizamos debe estar fundado en la razón e impregnado de esa disposición constante conforme a la ley moral. Un acto no fundado en la virtud es un acto irracional.
No obstante, la virtud no perdura fuera de un entorno cultural razonable y congruente. La virtud no es una decisión exclusiva de cada individuo como si este vivera aislado de los demás; por el contrario, es el fruto de costumbres organizadas, que exigen esfuerzo, hábito y comunidad.
Cuando prácticas como la política, la educación o el gobierno se encuentran subordinadas al dinero, la imagen o el poder, la virtud, sencillamente, perece. La corrupción resulta entonces en la pauta y en Costa Rica se ha convertido, a la sazón, en el síntoma de un mal más profundo y estructural: el abandono de la virtud.
El entorno cultural costarricense que hacía posible la excelencia moral ha sido desplazado y a cambio es la mediocridad, la desintegración nacional y la descomposición institucional lo que impera y nos ahoga como sociedad.
El filósofo escocés Alasdair MacIntyre, en su obra Después de la Virtud (1981) realiza un diagnóstico más certero sobre la crisis moral de Occidente, de la que Costa Rica no es ajena. En su obra reprocha el intento de los pensadores de la Ilustración de deducir una moralidad racional universal independiente de la teleología; lo que resultó en un fracaso que estamos experimentando. Según MacIntyre, el modo ético del pasado ha sido vaciado de contenido por parte de la sociedad moderna. Aún conservamos palabras como “justicia” o “dignidad”, pero ya no hay un acuerdo sobre su significado ni su finalidad. “Lo que tenemos son fragmentos de un esquema conceptual, partes que han sobrevivido a la estructura dentro de la cual tenían sentido.”
De todo esto se desprende que, debemos recuperar la virtud no como algo de campaña electoral, sino como tema nacional, antropológico, espiritual. Requerimos volver a formar seres humanos capaces de anhelar al bien con inteligencia. Sin eso, todo colapsa, aunque tengamos progreso y crecimiento económico.
La virtud no es posible sin una cultura que la sostenga (MacIntyre). No es suficiente que el electorado demande honestidad a los políticos, será algo muy difícil. Es necesario reconstruir los espacios donde esas demandas tengan sentido: la escuela que recupere la autoridad para enseñar y amor al conocimiento; familias en donde la responsabilidad, la disciplina y el sacrificio se enseñen y practiquen; lugares e instituciones públicas donde se actúe la ética viva, conducidas hacia el bien común, donde la integridad sea norma general, no porque las reglas lo imponen, sino por ese “hábito, esa disposición constante del alma para las acciones conformes a la ley moral”.
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