Que la Asamblea Legislativa tenga vocación para gobernar no tiene que ver en nada en que haya mayoría legislativa de una bancada. La historia política de nuestro país demuestra que incluso en los momentos de mayor concentración de poder parlamentario, la capacidad de “gobernar desde el Congreso” ha dependido más de la disposición al diálogo, la visión de Estado y la calidad de la negociación, que de la aritmética fría de los votos.
Lo que hoy se echa en falta no es un número mágico de curules, sino una actitud. La vocación de gobierno en un parlamento significa entender que legislar no es improvisar titulares para la prensa ni redactar proyectos de ley como quien redacta un tuit. Implica reconocer que las decisiones que se toman en el plenario afectan el rumbo institucional del país y, por ende, deben trascender el oportunismo partidario. La diferencia entre gobernar y simplemente ocupar una curul está en la voluntad de construir soluciones que sobrevivan a las disputas políticas inmediatas.
Es cierto: la Asamblea no gobierna en el sentido clásico de ejecutar políticas públicas. Esa es labor del Ejecutivo. Pero sí gobierna en otro sentido: establece las reglas de juego, delimita el marco legal y fiscal, aprueba presupuestos y ratifica nombramientos clave en instituciones que son la columna vertebral del Estado costarricense. Dicho de otra manera: el Congreso no ejecuta carreteras, pero define si habrá recursos para construirlas; no dirige hospitales, pero decide el marco normativo de la seguridad social; no gobierna directamente, pero orienta las condiciones bajo las cuales el país puede o no avanzar.
La ironía de nuestro tiempo es que ante las tempestades del populismo, nos hemos acostumbrado a Asambleas Legislativas con un carácter mayoritario de oponerse por oponerse, unas veces por intereses partidarios, pero ciertamente en otras veces para defender la democracia ante intentos banales de debilitar la institucionalidad.
Lo que pasa es que mientras la ciudadanía pide gobernabilidad, los gobiernos centrales se enfrascan en discusiones estériles e, históricamente, en los últimos 15 años, el Legislativo parece competir por quién produce más polémicas, como si el país pudiera sostenerse a base de “likes” y ataques políticos. Hoy, mucha parte de la esfera política fiscaliza con memes, negocia con indirectas e insultos, dialoga con troles y legisla con prisa. Se ha dejado de lado, por completo, que la ciudadanía no necesita un show, sino un aparato estatal que gobierne.
De cara a la próxima Administración y venidera la campaña electoral, la verdadera pregunta no es ni debe ser si habrá una bancada con mayoría absoluta, sino si la Asamblea electa en 2026 recuperará la vocación de gobierno que tanto se necesita.
Para ello, se requieren al menos tres transformaciones de fondo:
- Comprender que gobernar desde el Congreso exige visión de largo plazo. Las leyes no deberían nacer del cálculo electoral inmediato, sino de la identificación de problemas estructurales: educación, déficit fiscal, seguridad ciudadana, cambio climático. Si cada legislatura reacciona solo a la coyuntura del día, el país seguirá en piloto automático, navegando entre parches.
- Devolver la técnica y la evidencia al centro del debate. En un parlamento serio, los datos pesan más que las ocurrencias, y los insumos de las organizaciones técnicas nacionales e internacionales deberían ser brújula, no simple trámite. La improvisación puede rendir frutos en la arena mediática, pero rara vez produce buenas políticas públicas.
- Recuperar la idea de que la política es el arte de construir consensos, no de destruirlos. La Asamblea está diseñada para el acuerdo: ningún partido gobierna solo y, por tanto, el diálogo no es una opción, es una obligación constitucional. Negarse a pactar es, en términos prácticos, abdicar de la función parlamentaria.
El electorado también tiene un papel en esta tarea. Elegir diputados que lleguen al Congreso con vocación de gobierno significa exigirles más que discursos llamativos: se trata de buscar perfiles capaces de negociar, con experiencia en gestión pública, con solvencia técnica y, sobre todo, con sentido de responsabilidad. No basta con “sacar a los mismos de siempre” si los reemplazamos por los “improvisados de siempre”.
Costa Rica necesita que la Asamblea deje de ser percibida como un obstáculo y se convierta en un aliado estratégico para la gobernabilidad. Lo ha hecho históricamente y puede volver a serlo. El país no puede esperar más: mientras se pierde tiempo en polémicas, se acumulan problemas sin resolver. Recuperar la vocación de gobierno en el Congreso no es un lujo institucional, es una urgencia nacional.
La próxima legislatura tiene en sus manos la oportunidad de rectificar el rumbo. La elección de 2026 no solo definirá un nuevo presidente, sino también el carácter de una Asamblea que puede marcar la diferencia entre un país entrampado en disputas estériles o uno que avanza con rumbo claro. Y conviene recordarlo: en política, el espectáculo siempre pasa, pero las leyes permanecen.
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