El dogma de la Trinidad ha sido una línea de defensa de la Gran Iglesia contra la acusación judía e islámica de que el cristianismo es un politeísmo disfrazado de monoteísmo, aunque nadie puede negar el encanto creativo y cognitivo de tal misterio. Hagamos el intento por racionalizarlo, como lo hizo Tomás de Aquino (1225-1274) con gran ingenio.

Jesús el Nazareno no era cristiano, sino un judío del Segundo Templo leal a su interpretación propia de la Torá de Yahvé. Por encima de todo, Jesús no era trinitarista, algo obvio y, además, demoledor por las consecuencias. La Trinidad busca justificar la sustitución del Padre por el Hijo, es decir, la Alianza original (judía) por la Alianza Tardía (cristiana), y también al pueblo judío por los gentiles. Así surge Jesucristo como el modelo grecorromano de Zeus-Júpiter, usurpando el papel de su Padre, Cronos-Saturno. Con lo anterior, Yahvé queda como un Saturno desfasado con el que se queda el judaísmo hasta su vuelta en forma de Alá en el monoteísmo islámico.

En el siglo IV d.C., Atanasio de Alejandría, de tradición griega, convenció a sus colegas teólogos que Jesucristo era Dios sutilmente, pero también hombre. Un hombre en el que los cristianos judíos, liderados por Santiago, el hermano de Jesús, insistían que sí lo era, aunque la batalla la ganara Atanasio siglos después al afirmar la divinidad de Jesús. Jesucristo pasó a ser más Dios que hombre en la práctica, y sutilmente en el dogma teológico.

Y es que la teología que divinizó a Jesús el Nazareno hasta convertirlo en Jesucristo es necesariamente un sistema de metáforas. El dogma es la literalización de esa metáfora. Aunque los cristianos lo nieguen, su ambición produjo que el politeísmo fuera considerado monoteísmo, pero interpretando al Espíritu Santo como una especie de vacío sin atributos propios, y negando la exuberante y peligrosa personalidad de Yahvé. Jesucristo es, dicho por un judío, “la hiperbólica expansión como usurpador de su amado abba” (H. Bloom). Dios Padre es una sombra de Yahvé, y su función primordial es amar al Hijo, Jesucristo, y, por tanto, amar al mundo que crucificó a Jesús para salvarlo. No deja de ser irónico que Yahvé interviniera para salvar a Isaac de un Abraham celosamente literal, quien fue el más obediente de los que firmaron la Alianza original, pero no estuvo presente para salvar a Jesús de una muerte tan brutal como lo fue la crucifixión. La respuesta teológica -no bíblica- a la objeción sería la condescendencia divina: Dios asume el momento para salvar a la humanidad sin intervenir directamente. Sin embargo, la condescendencia divina es un supuesto para pasar de lejos al sinsentido del abandono divino.

Según la teología de Nicea (325 d.C.), Jesucristo es “de la misma esencia que el Padre”. Esta fórmula no tiene nada bíblico (nada Yahvista) porque es una abstracción griega. Es una metáfora hermosa, históricamente consistente (porque ha sobrevivido por siglos) y, por supuesto, estrambótica. A los pensadores patrísticos les incomodó esta metáfora y a los católicos debería incomodarlos, aún hoy. La metáfora ha seguido siendo una metáfora: los padres griegos vieron una esencia y tres sustancias (la Trinidad=tres objetos), mientras que los padres latinos una esencia (o sustancia) y tres personas (la Trinidad=tres sujetos). En el fondo, una diferencia lingüística, no real. Como se ve, esto no permite a los cristianos sacudirse el politeísmo. El asunto no se resuelve diciendo que hay que aceptarlo por fe, pues de igual modo contradice a Yahvé, esto es, el monoteísmo 'duro' de Jesús el Nazareno. Los Padres griegos (Gregorio Nacianceno, Basilio de Cesarea y Gregorio Niceno) se dieron cuenta que el Concilio de Nicea no había respondido de manera poderosa contra la acusación de politeísmo.

La verdad es que detrás de todo este hermoso esfuerzo por racionalizar el misterio trinitario el arma secreta fue la teología negativa, la cual debo confesar que me genera apego (¡y gusto metafísico!). Aun así, la teología negativa es simplemente una negación lingüística que apela a que todo lenguaje referente a la divinidad, bíblica o no, es inevitablemente inapropiado. Esto es sutil: la teología negativa es una técnica metafórica para “desenmascarar y aniquilar la metáfora” (H. Bloom). Veamos: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son metáforas extremas, mientras que Yahvé es una persona y una personalidad juguetona y peligrosa. Quienes han hablado a nombre de Yahvé han sido llevados al desastre (por ejemplo, los profetas), pero esa es la larga historia del Tanakh, y toda la historia del pueblo judío hasta nuestros días.

Yahvé es enigmático: su Reino sí es de este mundo y, además, Él no es ni omnisciente ni omnipresente, pues Él va a investigarlo todo por su cuenta. Yahvé es el Dios de la tormenta, como una melodía en medio de la batalla para anunciar la entrada del guerrero divino que, por ejemplo, domina al Faraón, enemigo terrenal de Israel, por medio del dominio del mar. Contrariamente, el Dios cristiano es omnipresente: está en todos los lugares y es un fisgón consumado, esto es, imprudentemente curioso. El Dios del cristianismo es un Padre preocupado, pero es un Yahvé disminuido y con poca personalidad. (El Dios del Nuevo Testamento es un Yahvé disminuido, como en la gnosis cristiana.) Además, Yahvé disfruta aparecer armado (Josué 5, 13-15) en su epifanía y todo hombre debe quitarse el calzado. Uno no se imagina a Dios Padre cristiano con una espada en mano, pues además de ocioso resulta antidemocrático, pues usa intermediarios (=casta sacerdotal) que se han dado a sí mismos ese calificativo. Yahvé, después de la destrucción del Templo, es incapaz de pasear por el Edén y de festejar en el Templo porque Yahvé reside en la Biblia judía (H. Bloom). Que los judíos disculpen mi atrevimiento, pero Yahvé no necesita del Tercer Templo, pues Él está en la Biblia judía, como siempre lo ha estado.

El monoteísmo occidental se ve representado por el judaísmo con Yahvé y el islam con Alá. Jesucristo es una asombrosa metáfora mixta, mientras que el Padre y el Espíritu Santo son 'analogías endebles'

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